Sábado,
14 de octubre de 2006, actualizado a las 12:44 |
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EL LIBRO DE
LA SEMANA La depuración universitaria
JOSÉ MANUEL SÁNCHEZ RON BABELIA -
14-10-2006
Si la Guerra Civil española tuvo que ver -que lo tuvo- con ideologías,
no podían los vencedores de aquella triste contienda dejar al margen el
sistema educativo, puesto que, como es bien sabido, el control de la
instrucción de los niños y los jóvenes, de escuelas y universidades, es un
magnífico instrumento para intentar ganar el futuro (todavía hoy, son
muchos los que, conocedores de este elemental principio, se esfuerzan por
explotarlo en beneficio ideológico propio). De hecho, entre las causas que
dieron lugar a la guerra de 1936 figura la política de promoción de la
enseñanza primaria y secundaria que siguió la Segunda República, una
política que perjudicaba particularmente a la Iglesia católica, que, como
se indica en el libro objeto de la presente reseña, mantenía casi cinco
mil escuelas y 295 institutos. El atroz desmoche (una
expre- sión que Pedro Laín utilizó en su Descargo de conciencia
refiriéndose a la universidad franquista) estudia el proceso y resultado
de la depuración de profesores que tuvo lugar en las universidades
españolas a partir (e incluso antes) de 1939. En los cuatro primeros
capítulos se analiza el proyecto republicano en el ámbito de la educación
(incluyendo sucesos que a la postre tuvieron -para estimular la represión-
más importancia de la debida, como la autonomía concedida a la Universidad
de Barcelona), la formación del discurso nacional-católico, la
constitución del aparato represor y el proceso depurador, mientras que en
los nueve siguientes se trata de lo que sucedió en las doce universidades
que entonces existían en España. Nadie antes que Jaume Claret había
estudiado con parecido detenimiento este, no olvidado, pero en buena
medida marginado académicamente, importante capítulo de la historia
contemporánea española. La riqueza de datos incluidos, extraídos de
diversas fuentes, aunque sobre todo del Archivo General de la
Administración, hacen que se pueda decir de este libro algo que aunque no
es infrecuente leer no siempre responde a la realidad: que ningún texto
que en el futuro se ocupe de la universidad española en las décadas que
siguieron a la Guerra Civil puede dejar de tenerlo en cuenta.
El atroz desmoche es un libro de historia, sí, pero de esos
cuya lectura nos conmueve, llegando a horrorizarnos. Y es que la
abundancia de datos, nombres y referencias que aparecen en él no oscurece
toda la crueldad, miseria moral y oportunismo que se desplegó en aquellos
años. No sólo se "depuró", también se asesinó (véase la lista de docentes
universitarios asesinados que se cita en la página 355, encabezada por los
rectores de Oviedo y Granada, Leopoldo García-Alas y Salvador Vila
Hernández, y por el antiguo rector de Valencia, Joan Peset). Fue entonces,
asimismo, cuando tuvieron lugar las célebres "oposiciones patrióticas",
que explican la presencia -¡durante décadas!- en las aulas universitarias
de algunas personas que nunca debieron, o habrían podido en circunstancias
diferentes, desempeñar tan noble profesión. Estremece leer algunas de las
manifestaciones que Claret recupera. Así, el entonces ministro Pedro Sainz
Rodríguez declaraba públicamente en 1938, ante los asistentes a un
cursillo de orientación nacional para maestros de Primaria, que las
palabras de Fernando de los Ríos (ministro de Instrucción Pública con la
República) sobre los logros educativos de su Gobierno y de la Institución
Libre de Enseñanza, "son para nosotros tan preciosas como si fueran un
mapa donde nos hubieran señalado las fortificaciones que tenemos que
bombardear". Y qué decir de la vileza almacenada en libros como Los
intelectuales y la tragedia española (Burgos, 1937), del médico
"depurador" Enrique Suñer, y Una poderosa fuerza secreta. La
Institución Libre de Enseñanza (San Sebastián, 1940), al que
contribuyeron algunos individuos que luego brillarían en el nuevo régimen.
Que es difícil juzgar desapasio nadamente este libro, es algo
que se pone en evidencia en el lúcido, y al mismo tiempo conmovedor,
prólogo de Josep Fontana. Es un prólogo éste del distinguido historiador
catalán en el que lo personal y lo "académico" forman parte de una misma
unidad. Al mismo tiempo que pondera y evalúa fríamente las virtudes del
texto de Claret, que se doctoró (con este mismo tema) bajo su dirección,
Fontana nos habla de la parte de aquella triste historia que le tocó vivir
(sufrir), y se lamenta -y acusa- de que, salvo en un par de casos, la
actual universidad española parezca haberse complacido en silenciar el
pasado en el que, lo quiera o no, está enraizada.
"¿En cuántos años", se pregunta Fontana, "cabría cifrar el
retroceso intelectual a que nos condenó una universidad desmochada y
envilecida?". Es una buena cuestión, pero por muy buen instrumento que sea
El atroz desmoche para intentar contestarla, se necesitarán de más
esfuerzos y de otros útiles conceptuales para hacerlo. Análisis, por
ejemplo, de tipo comparado: es más que probable que no fueran las mismas
las consecuencias que la guerra, el exilio y la depuración tuvieron para
la química que para la filología, para la medicina, la historia o la
filosofía que para algunas disciplinas técnicas. Resta, en definitiva,
todavía bastante por hacer. Los procesos de depuración administrativa no
fueron los únicos mecanismos a los que las nuevas autoridades recurrieron.
Pensemos, por ejemplo, en la persecución "a distancia" que en París sufrió
el físico, antiguo rector de la Universidad Madrid y en 1936 rector de la
Universidad de Verano de Santander, Blas Cabrera (que se había exiliado en
una fecha tan temprana como septiembre de 1936), a quien en 1941 el
régimen franquista terminó obligando a renunciar a su puesto en el Comité
Internacional de Pesas y Medidas, el único medio que tenía en la capital
francesa para ganarse la vida. Y puesto que estoy refiriéndome a la
física, esta disciplina y Cabrera ilustran de manera magnífica algunas de
las cuestiones que todavía restan por contestar. Es relativamente fácil (y
para algunos emocional o ideológicamente muy satisfactorio) argumentar que
la física española sufrió mucho con la pérdida de hombres como don Blas,
la ausencia temporal de Arturo Duperier o los problemas a los que se
tuvieron que enfrentar en España Miguel Catalán o Nicolás Velayos;
sostener que en otro mundo político, uno en el que la República hubiese
seguido libremente su camino, esa disciplina, que reinó, cambiando el
mundo, durante una parte sustancial del siglo XX, habría terminado por
florecer en España, pero para sustanciar realmente semejante tesis es
preciso abordar otras cuestiones. Por ejemplo, ¿cuántos alumnos asistían a
las clases de Cabrera en la universidad?, ¿le "quedaba mucha física" por
producir como investigador original? o ¿la orientación de sus trabajos era
la más adecuada? Duperier, por ejemplo, brilló en su exilio inglés más de
lo que nunca brilló -o, creo, habría brillado- en España.
Sean cuales sean las respuestas que el futuro ofrezca a este tipo
de cuestiones, ninguna empañará el recuerdo, ni debería hacernos olvidar,
lo que los rebeldes de 1936 y vencedores en 1939 hicieron con la
universidad española, a la que en conjunto -esta afirmación sí que está,
pienso, totalmente sustanciada- destrozaron, convirtiendo en un "atroz
desmoche". Si queremos saber más, si nos esforzamos en realizar todo tipo
de precisiones, es porque deseamos ser mejores, intelectual y moralmente,
que los responsables de tanta miseria.
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