Lula y el desempleo

Carlos Alberto Montaner

Según las encuestas 'Lula' da Silva será el próximo presidente de Brasil. Un número grande de indecisos comienza a inclinarse a favor del probable triunfador. Rompió su techo electoral y entre muchos brasileros se observa la súbita atracción que provoca el olor de la victoria. Ocurre en todas las sociedades que recurren al método democrático. Brasil no podía ser una excepción.

Simultáneamente, cuando se les pregunta a los brasileros cuál es su mayor preocupación, abrumadoramente afirman que es el desempleo. De donde se deduce que van a votar por Lula para reducir este lamentable flagelo. Muchos de ellos le han oído decir al ex dirigente sindical que sólo quien ha estado sin trabajo puede entender ese drama terrible. Lula lo ha sufrido en carne propia. Además, es el dirigente máximo del Partido de los Trabajadores: ¿quién mejor para afrontar este problema?

El razonamiento parece lógico, pero se trata de un espejismo. Lula da Silva no va a reducir los índices de desempleo. Los va a aumentar. Lula da Silva, por su formación, por su discurso político y por su visión de la economía, no tiene la menor idea sobre cómo se crean o se destruyen los puestos de trabajo. Se trata de un sindicalista antiguo, formado en el funesto disparate de la lucha de clases, convencido de que los ochenta millones de pobres que a duras penas subsisten en Brasil son el resultado de la codicia de los ochenta que han conseguido formas aceptables de vida, pero muy especialmente de los veinte que integran los niveles sociales medios y altos del país. Estos últimos, claro, unidos a los círculos imperialistas del primer mundo constituidos por las multinacionales y por las diabólicas instituciones financieras a su servicio: el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Interamericano de Desarrollo.

Digámoslo rápido. Sólo hay dos formas de combatir el desempleo y una de ellas es contraproducente: aumentando la burocracia estatal o creando empresas rentables. Pero la primera --que es la que suele subyugar a la izquierda y a una cierta derecha ignorante y demagoga-- sólo consigue multiplicar la pobreza general al exigir mayores impuestos para hacerle frente a la creciente nómina de empleados y funcionarios públicos, casi siempre innecesarios, enquistados en los presupuestos con la asombrosa capacidad de fijación de las garrapatas o de algunos tenaces moluscos.

No existe, pues, otro camino, que el de estimular las mejores condiciones para que la sociedad, espontáneamente, cree empresas que generen empleo. ¿Cómo se hace ese milagro? A juzgar por los ejemplos exitosos que conocemos --Japón en la década de los cincuenta, Nueva Zelanda treinta años más tarde, Irlanda en nuestros días--, con impuestos reducidos, directos y sencillos para que aumente la tasa de ahorro y el caudal de inversiones. Con bajas tasas de interés. Con flexibilidad laboral para poder adaptarse a los bandazos del mercado. Eliminando las regulaciones innecesarias. Con paz social. Con tribunales eficientes que garanticen la propiedad privada y que solucionen equitativamente los inevitables conflictos. Con un buen sistema educativo que suministre profesionales bien formados. Con una atmósfera de competencia que rechace los privilegios y los favoritismos. Con un clima hospitalario a las inversiones extranjeras portadoras de capital y de tecnología punta. Con una moneda que no pierda espasmódicamente su valor adquisitivo. Con bajos niveles de inflación. Con una administración pública honrada.

¿Es Lula la persona capaz de entender esas simples verdades? No parece. Lula es un revolucionario. Lo ha sido toda su vida. Sería la mayor de las ironías que tras toda una existencia de prédica revolucionaria Lula, una vez instalado en el poder, gobernara como un defensor del capitalismo moderno. Lula, y millones de sus compatriotas, están convencidos de que la combinación entre la democracia liberal y la propiedad privada de los medios de producción es la culpable de los males que aquejan a Brasil. Lula no está a favor del mercado, sino en contra. No cree en la libertad económica, sino en las regulaciones. No percibe la ventaja de las inversiones extranjeras. Rechaza la incorporación de Brasil a grandes mercados transnacionales. Se ha creído la historia de que capital y trabajo son fuerzas antagónicas y que lo que beneficia a uno perjudica al otro. Lula no ve la producción como un conjunto de riquezas que puede expandirse incesantemente de manera que se beneficien los más necesitados, sino como un botín en manos de gente desalmada. Lula piensa, como todos los revolucionarios, que las veinte naciones más ricas del planeta le deben su fortuna a la explotación de los más débiles. Lula, en fin, no tiene remedio.

Pero nada de eso le impedirá llegar al poder. América Latina, durante todo el siglo XX, fue educada en el evangelio revolucionario. Y no era sólo un mensaje parido por la izquierda: desde Getulio Vargas y Juan Domingo Perón, colocados en la punta fascista del arco político, hasta Fidel Castro, los sandinistas y Hugo Chávez, en la punta comunista, el discurso político era muy parecido: la economía de mercado y la democracia liberal deben ser combatidas y erradicadas. Y ya ven: las ideas tienen consecuencias. Y cuando son estúpidas, las consecuencias suelen ser devastadoras.

Septiembre 29, 2002

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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