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Date sent:              Sat, 27 Jan 2001 01:48:42 -0300
Subject:                Palabras pronunciadas por el escritor Eduardo Galeano ante la
        reunión de libreros de los EEUU.
From:                   NAC&POP <[EMAIL PROTECTED]>
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Gentileza de la profesora Monica Oporto para la Nac & Pop



Palabras pronunciadas por el escritor Eduardo Galeano ante la reunión de
libreros de los EEUU, 
American Booksellers Association, en Los Angeles, 1992, 
reproducida en diario Granma Internacional del 27 de setiembre de 1992.



Hace un cuarto de siglo, quise viajar a los EEUU por primera vez. Fui al
consulado, pedí la visa. El formulario preguntaba, entre otras cosas: ¿se
propone usted asesinar al presidente de los EEUU de América?. Yo era tan
modesto que ni siquiera me proponía asesinar la presidente del Uruguay; pero
respondí: sí. Estaba seguro de que la pregunta era una broma inspirada por mis
maestros Ambrose Bierce y Mark Twain.

El consulado me negó la visa. Mi respuesta era una mala respuesta. Yo no había
entendido. Y han pasado los años y, la verdad sea dicha, sigo sin entender.
Discúlpenme ustedes, por favor. Estoy confundiendo esta convención de libreros
norteamericanos con un confesionario de mi infancia católica. Pero ¿ante quién
podría confesarse un escritos mejor que ante un librero?. Y para muchas
pecados, ¿no se requieren acaso muchos libreros?.

Cada mañana, para empezar el día, desayuno noticias. En los diarios leo, por
ejemplo, los frecuentes escándalos que acosan a os candidatos presidenciales. Y
confieso que no consigo entender, porqué los políticos norteamericanos son
malos si tienen amores con bellas mujeres inofensivas y, en cambio, son buenos
si tienen amores con las grandes empresas que venden armas o veneno.

O leo sobre el envío de militares norteamericanos para luchar contra las
plantaciones de droga en América Latina. Y no hay caso, no me entra en la
cabeza por qué son malos los países que producen drogas y malas las personas
que consumen drogas, y en cambio, es bueno el modo de vida que genera la
necesidad de consumirlas.

En las páginas de economía leo que los EEUU ha importado 35.292 corpiños
mexicanos durante 1991. ni un corpiño más porque a 35.292 llegaba la cuota de
corpiños autorizada por el Gobierno. Y entonces, ni modo: no entiendo por qué
las barreras proteccionistas y los subsidios son buenos en los EEUU y en cambio
son malos en América Latina.

Neblinas del Bien y el Mal. 

En la prensa norteamericana veo los avisos que exhortan a comprar productos
nacionales, Buy American y entonces tampoco entiendo por qué son malos los
productos japoneses que invaden el mercado norteamericano, y en cambio son
buenos los productos norteamericanos que invaden América Latina. 

Y no sólo los productos: imaginemos que los marines de México invaden Los
Ángeles, para proteger a los mexicanos amenazados por los recientes disturbios.
¿Bueno o malo?.

Y hasta me pregunto: ¿y yo mismo? ¿Soy bueno, yo? ¿O soy malo?. 

Me atormentan las dudas muy de nosotros, los escritores, bien lo sé. Para nadie
es un misterio que los escritores tenemos el alma condenada al infierno de la
angustia incesante: en el centro de ese hervidero, nuevas dudas responden a
cada certeza y nuevas preguntas responden a cada pregunta. Pero mi angustia se
multiplica en este fin de siglo, fin de milenio, porque yo también sé que los
Estado Unidos andan en busca de nuevos malos que combatir.

Nostalgias del Imperio del Mal: allá en el Este, los malos se han convertido en
buenos, y el resto del mundo está siendo dramáticamente incapaz de producir los
malos que el mercado militar demanda con urgencia. Yo todavía no entiendo por
qué eran malos los soldados de Irak cuando se apoderaban de Kuwait, y en cambio
eran buenos los marines cuando se apoderaban de Granada o Panamá; pero hay que
tener en cuenta que Saddam Hussein, que fue bueno hasta fines de 1990, viene
siendo malo desde principios de 1991. evidentemente, un solo malo no alcanza.
Siempre se puede echar mano a los malos de larga duración como Muammar Khadaffi
o Fidel Castro; perro hay que reconocer que la oferta es pobre.

Confidencialmente confieso, y lo confieso con todas la letras, por difícil que
me resulte: sí es verdad, sí: yo no sé manejar automóviles, no tengo
computadora, nunca fui al psicoanalista, escribo a mano, no me gusta la tele y
jamás he visto a las Tortugas Ninja.

Y más todavía: mi cabeza es calva y de izquierda. 

Vanos han resultado todos mis esfuerzos para que el pelo brote en mi desnudo
cráneo y para corregir mi tendencia a pensar zurdamente. Hasta hace pocos años,
en las escuelas ataban la mano izquierda de los niños zurdos, para obligarlos a
escribir con la mano derecha; y parece que eso daba buenos resultados. Para
obligar a los adultos a pensar derechamente, las dictaduras militares usan
terapias de sangre y fuego y las democracias usan la televisión. A mí me han
hecho probar ambas medicinas, y no hubo caso.

Admito que tengo, por ejemplo, una incapacidad biológica para percibir las
virtudes de la libertad del dinero. A fines del año pasado, pongamos por caso,
yo estaba con mi mujer en la mitad de un largo viaje, cuando quebró la Pan
American. Ella y yo nos quedamos literalmente en el aire y sin avión. Tuvimos
que pedir dinero prestado a unos amigos, y entonces yo interpreté el episodio
según mi limitada visión de las cosas: creí que la mano invisible del mercado
me había robado dos pasajes.

Debo reconocer que me equivoqué. Ya no tengo ninguna esperanza de recuperar ni
un centavo; pero ahora me doy cuenta de que Dios me hizo un favor. Astutamente,
el Altísimo utilizó ese sutil procedimiento para convencerme de que no se pueda
andar por el mundo sin tarjeta de crédito.

Yo no tenía. Lo confieso. Hasta hace poco, mi natural inclinación al Mal me
impedía esta felicidad. Yo creía que la tarjeta de crédito era una trampa más
de la sociedad de consumo, creía que los habitantes de las grandes ciudades
modernas padecen la esclavitud por deudas, tanto como los indios de Guatemala
en las plantaciones de algodón o de café. Ahora se ha descorrido el velo que
cubría mis ojos, y veo: nadie es si no es digno de crédito. Ahora, yo soy.
Debo, luego soy.

Pero la duda, porfiada sombra, vuelve al asalto. A mi cabeza le da por pensar
que mi país también debe, y que cuanto más paga, más debe. Y cuanto más debe,
menos lo gobierna el Gobierno y más lo gobiernan los acreedores. Y, sin
embargo, los >Estado Unidos, que deben mucho más que todo América Latina junta,
no aceptan condiciones sino que las imponen. ¿Será que es malo deber poco y, en
cambio, es bueno deber muchísimo?.

Dudas, dudas. ¡Y tantas dudas sobre mi propio trabajo!. Me pregunto: ¿tendrá
todavía destino la literatura en este mundo donde todos los niños de 5 años son
ingenieros electrónicos?. Y quisiera responderme: quizás el modo de vida de
nuestro tiempo no resulte demasiado bueno para la gente, ni para la naturaleza;
pero es, sin duda, muy bueno para la industria farmacéutica. ¿Por qué no podría
ser también muy bueno para la industria literaria?. Todo depende del producto
que se ofrezca, que ha de ser tranquilizante como el valium brilloso y light
como un show de la tele: que ayude a no pensar con riesgo ni a sentir con
locura, que evite los sueños peligrosos y que, sobre todo, evite la tentación
de vivirlos. 

Pero ocurre que ésa es exactamente la literatura que no soy capaz de escribir
ni de leer. Condenado a la impotencia, no puedo escribir ni leer palabras
neutrales. Y aunque hago todo lo posible, no consigo parar de creer que estos
tiempos de resignación, desprestigio de la pasión humana y arrepentimiento del
humano compromiso son nuestro desafío, pero no son nuestro destino.

Muchas gracias. 

He desahogado mi conciencia amparado en el secreto de confesión y les ruego que
no lo olviden. 

Ahora debo tramitar mi visa para entrar al Nuevo Orden Mundial. Ojalá no me
pregunten si me propongo matar al presidente.

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