Democracia latinoamericana: anhelo, realidad y amenaza 

CARLOS FUENTES 
Carlos Fuentes es escritor mexicano. 
EL PAÍS celebró la semana pasada 25 años de existencia con un debate sobre
la democracia en el nuevo milenio. La primera sesión, dedicada al tema de
la profundización del proceso democrático, la presidió lord Dahrendorf, con
la participación, entre otros, de Felipe González y Jorge Castañeda, quien
fungió, asimismo, como orador especial del almuerzo. Europa unida y libre
fue el tema presidido por Hugh Thomas con la participación de Javier Solana
y Dominique Moisi, y Federico Mayor dirigió los debates de la mesa dedicada
a los retos futuros de la democracia, junto con, inter alia, Claudio
Escribano, Bernard Kouchner y Giovanni Sartori.
Me tocó participar en la mesa, presidida por Julio María Sanguinetti, sobre
la democracia y la nueva agenda latinoamericana. Siempre es difícil hablar
de Latinoamérica como unidad. Hay varias Américas Latinas, tan diferentes
como pueden serlo naciones tan distantes como Honduras y Uruguay, o tan
vecinas como Chile y Bolivia. Pero de una nación pequeña, Nicaragua, puede
surgir un enorme poeta, Rubén Darío, y de países muy grandes, dictadores
muy pequeños: Pinochet, Videla... Hay, a pesar de todo, rasgos que nos
unen. La lengua castellana. El mestizaje en diversos grados. Una cultura
compartida que rehúsa los casilleros nacionalistas: Darío, Martí, Neruda,
Borges, Orozco y Niemeyer, Carlos Gardel y Agustín Lara son de todos. Y una
difícil, empinada y empeñosa lucha por la libertad.

" Un tanque de guerra cuesta el mismo precio que siete millones de vacunas
infantiles " 

  
En el primer foro Iberoamerica celebrado en México a fines de noviembre
pasado, el presidente Sanguinetti dejó para la posteridad (valga la
redundancia) una frase célebre: 'El futuro ya no es lo que era antes'. En
efecto, el nuevo paradigma, como lo llamó en esa misma ocasión Felipe
González, ha cambiado y desafía a nuestras imaginaciones.
Pero si un pueblo tiene derecho a su futuro, según Michelet, también tiene
derecho a su pasado. Y en la América Española, el pasado está vivo, a veces
como advertencia dolorosa, a veces como promesa perseverante, siempre como
registro de una cultura.
Si contásemos nuestro cuento, empezaríamos diciendo: 'Había una vez un
vasto imperio colonial, el más grande conocido hasta entonces, que se
extendía de la Alta California al Cabo de Hornos'... Durante tres siglos,
el imperio español del Nuevo Mundo pasó por la conquista y evangelización
de los pueblos sometidos, pero también por su defensa y protección. Se
crearon grandes ciudades, imprentas, universidades y el arte del barroco.
Se crearon grandes servidumbres en la mina y en la hacienda. Y se fueron
integrando sociedades de grandes desigualdades, con el peonaje indio y la
esclavitud negra en la base y con la élite criolla en la cima.
Los Austrias, hasta 1700, gobernaron a sus colonias de manera lejana y
paternalista. Los Borbones, a partir de la Guerra de Sucesión española,
gobernaron de manera entrometida, exigiendo que las colonias sirvieran a
España y no a sí mismas, expulsando a los jesuitas e irritando a la élite
criolla, protagonista de las revoluciones de independencia que culminaron
hacia 1821 con la unidad colonial prácticamente intacta, pero sin el techo
protector de la corona de España. A la intemperie, improvisamos leyes para
una nación ideal y nos olvidamos de la nación real. 'La Constitución de
Colombia fue escrita para los ángeles, no para los hombres', escribió
Víctor Hugo. Culturalmente, le dimos la espalda a la tradición española por
opresiva y a las tradiciones negras e indígenas por bárbaras. Incurrimos en
lo que Gabriel Tarde llamaría la 'imitación extralógica'. A la intemperie,
oscilamos dramáticamente entre la anarquía y la dictadura, entre la
libertad y el miedo, como dijese el recientemente desaparecido Germán
Arciniegas.
El vacío sólo podía ser llenado por la cultura, el Facundo, de Sarmiento, y
el Martín Fierro, de Hernández; los retratos de Bustos y los grabados de
Posada; las novelas de Blest Gana y Manuel Payno; la poesía de Darío y los
modernistas; los estudios de Mora y Bello. El abismo sólo podía ser colmado
por la creación de Estados nacionales. En México, de Juárez a Cárdenas,
pasando por la revolución. En Brasil, de Río Branco a Getulio Vargas,
pasando por el corporativismo. En Argentina, de Mitre a Irigoyen, pasando
por la educación, la inmigración y la exportación. En Chile, pasando de la
democracia para la aristocracia de Portales al Frente Popular de Aguirre
Cerda. Hispanoamérica se dotó de instituciones de Estado alrededor de las
cuales se articularon la sociedad civil y la vida política.
Crecieron la producción, la infraestructura, las relaciones comerciales con
el exterior, la urbanización. Lo que no creció fue el acceso de los pobres
al crédito, al salario justo, a mejores niveles de vida y a mayores
oportunidades de trabajo. Subsistió, en general, la división entre 'las dos
naciones': la moderna y la tradicional, la próspera y la marginada.
El Estado nacional se hizo grande, pero no fuerte. Debió atender a
demasiadas clientelas: el sector público, el sector privado, el sector
militar, la clientela popular organizada, la clientela extranjera de
acreedores... La guerra fría complicó y a veces paralizó el encuentro de
Estado, sociedad y democracia. En aras de la doctrina de seguridad
continental de EE UU, todo reclamo social fue tachado de 'comunista' y toda
dictadura militar de 'salvadora'.
El fin de la guerra fría dio lugar a rápidos avances hacia eso que
Sanguinetti ha llamado 'la extravagante normalidad democrática'. El Estado
se adelgazó, se abrió al mundo y siguió políticas estrictas en la
macroeconomía. El tercer sector -la sociedad civil- se organizó cada vez
más y mejor, abriendo oportunidades más allá de las actividades propias del
Estado y del sector privado.
Pero, a 20 años de la crisis de la deuda y a 10 del término de la guerra
fría, la democracia latinoamericana está en peligro. Persisten la
anormalidad de la injusticia y de la pobreza. Ciento noventa y seis
millones de latinoamericanos sobreviven con ingresos de 60 dólares o menos
al mes. Noventa y cuatro millones se hunden en la pobreza extrema con
ingresos menores de 30 dólares al mes (Informe de la Comisión Aylwyn a la
Conferencia de Copenhague). El 20% de la población más rica percibe
ingresos 12 veces mayores al 20% más pobre, la tasa de la mortalidad
infantil es de treinta por mil versus seis por mil en los países de la OCDE
y el promedio educativo es de sólo cinco a siete años (Informe de Guillermo
Ortiz, director del Banco de México). Añade la Comisión Aylwin: crecen el
desempleo y la marginación urbana. Descienden los salarios. Quiebran las
clases medias. Nos recuerda Raúl Padilla: el 50% de los latinoamericanos
que inician la primaria no la terminan. Un maestro de primaria
latinoamericano gana en promedio 5.000 dólares al año. Su equivalente
alemán o japonés, 50.000 dólares anuales. Añade Óscar Arias: 'Un avión de
combate para una fuerza aérea latinoamericana cuesta tanto como 80 millones
de textos escolares, y un solo tanque de guerra equivale a siete millones
de vacunas infantiles'. Y nos recuerda Federico Mayor que tan sólo un 1% de
rebaja de gastos militares en el mundo bastaría para dar escuela a todos
los niños del mundo el año que viene. Y culmina, mundialmente, el
presidente Bill Clinton hablando ante la asamblea de la ONU el año pasado:
'Un millón y medio de seres humanos viven con menos de un dólar diario, y
40 millones de hombres, mujeres y niños mueren de hambre cada año en el
mundo'.
Con razón se pregunta, una y otra vez, el diplomático sueco Pierre Schori:
'¿Cuánta pobreza tolera la democracia?'.
En la América Latina corremos un riesgo. Si las instituciones democráticas
no producen pronto resultados económicos y sociales para la mejoría de las
mayorías, para superar el abismo entre pobres y ricos y estrechar los
espacios entre la modernidad y la tradición, podemos temer un regreso a
nuestra más vieja y arraigada tradición, que es el autoritarismo. Hugo
Chávez, en Venezuela, es una prueba de esta tendencia. El criminal dúo
Fujimori-Montesinos, en el Perú, simulacro de cómo la corrupción y el
autoritarismo pueden disfrazarse y engañar al mundo. La trágica situación
de Colombia, doloroso ejemplo de cómo la alianza non sancta de guerrillas
marxistas aliadas al imperio de la droga aliado a paramilitares de derecha
y a mandos del Ejército pueden corroer y destruir un Estado nacional que,
presidido por Alfonso López Pumarejo, fue ejemplo para Latinoamérica hace
medio siglo.
El Estado nacional no es dispensable en la era de la internacionalización
económica. Todos los países prósperos tienen Estados fuertes. Hay que
anclar, como pide Federico Reyes Heroles, a nuestras repúblicas en la
legalidad y, en la legalidad, coordinar seriamente los esfuerzos del sector
público, el sector privado y el tercer sector civil, para defender nuestras
nuevas, incipientes y anheladas democracias. Tenemos derecho al futuro.


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