Ignacio Castro. Pereira, 15 de julio de 1995
ENIGMA. ORTO DE SENTIDO
    Se ha hablado tanto sobre Nietzsche que ya parece difícil afirmar desde
él algo que no suene a gastado o retórico. Sin embargo, después de muchas
interpretaciones, apologías y desprecios, debido a la endiablada densidad
de su pensamiento, sigue siendo en buena parte un secreto, incluso la gran
tarea para la historia de la filosofía. Por lo pronto, es posible que
ningún otro pensador esté más plagado de equívocos: amparándose en una
lectura a veces harto fácil de esa escritura tensa, bella, erudita,
extrañamente provocadora, se le ha hecho un abanderado de demasiadas causas
malditas, totalitarias, marginales. Entre otras, de aquella que, tomando al
pie de la letra la pretensión intempestiva, le declara adalid de la
rebelión contra la tendencia "metafísica" a pensar en términos de cualquier
identidad. Según esa óptica, Nietzsche habría desenmascarado las distintas
figuras de tal identidad (Dios, verdad, razón, moral, progreso, hombre,
filosofía), denunciando ahí una cortina demasiado humana que tapa la verdad
temible de la muerte de Dios y del eterno retorno, de una terrenal voluntad
de poder que, a pesar de todo, resuena en múltiples síntomas de la época.
De esa interpretación proviene el pensamiento del "devenir" contra el
"ser", de la "diseminación" contra la "identidad", la "exterioridad" contra
el "sujeto". En suma, esa lógica de la diferencia con la que cierto
pensamiento contemporáneo, supuestamente libre del humo de la
re-presentación, ha acabado conformando una nueva ortodoxia de las
separaciones, en realidad, de antítesis metafísicas "platónicas" en el
sentido nietzscheano. ¿Ni sujeto, ni verdad, ni ontología?: por fortuna,
bajo cualquier satanización de la diferencia, las cosas pueden ser más
dificiles. Acaso Nietzsche, asumido en su relación esencial con Spinoza y
Leibniz, con Schelling, sea el gran autor de nuestro sistema, el del
enigma.
    1.- Es sabido que el nacimiento de la tragedia se produce al romper con
el universo hegeliano de una dialéctica conceptual que entiende lo otro
como "negativo", por más que su dolor sea eje de la "superación". Mito
versus abstracción, destino frente a causalidad, vida frente a ciencia:
Dioniso y Apolo. Sin embargo, ese hilo de relaciones no es otra dualidad
más, al estilo kantiano, pues el turbio dios asiático grita dentro del
mármol griego, tensando ese ángel de la piedra. Dioniso rodea por doquier a
Apolo, que siempre acaba hablando su lenguaje. Retomando motivos
schopenhauerianos y románticos, Nietzsche se propone pensar una vida ( este
término, justo en su indeterminación vulgar, es fundamental) que subsuma
todo conocimiento. La inmediatez común se presenta como una intuición
primera tan soberana que sólo se abraza en la mudez del hombre o en el
riesgo de sus metáforas prohibidas, nunca en un orden conceptual que
aparece como necrópolis de aquella experiencia. El gran anhelo de
imprimirle al devenir el carácter del ser significa que lo permanente (lo
igual o preexistente de la Idea platónica) busca constituirse como
equilibrio interno de una corriente sensible que ahora se presenta llenando
el horizonte. A través de un enigma que retorna, que deviene pleamar del
instante ("esa araña que se arrastra con lentitud a la luz de la luna... y
yo y tú, susurrando junto a este portón, susurrando cosas eternas"), cada
cosa vive en lo igual, enlazada con la radiación de cualquier mundo
posible, pasado o futuro. No hay nada previo o anterior al tiempo, salvo un
enigma que, por ser radicalmente abismal, es inmediatamente retorno,
aurora, devenir ente. De ahí el juego supremo del azar, esa salvaje
policromía: a través del peligro y el temblor de lo nuevo asistimos al
retorno de un enigma ahistórico que no cesa de igualar, de justificar el
mundo. 
    Nietzsche no defiende ningún ser anterior al tiempo, sino un origen que
es siempre correr, que sólo se desvela en el intenso claroscuro de la
apariencia. Porque piensa lo enigmático como retorno, abismo que habla,
funde la finitud de las cosas con lo inmutable: una eternidad igual a la
persistencia, el retorno infatigable del enigma-noche. De ese modo, se
sortea la contingencia a la que la filosofía anterior había condenado a lo
sensible. De pronto, Dios (entendiendo en esa palabra el lugar mismo de lo
suprasensible) es ya superfluo, ha muerto, porque el pensamiento asume
plenamente aquello que antes, en Kant y Hegel, era sólo rozado como una
región insondable. Precisamente porque la belleza junta superficie y fondo,
claridad y precipicio, se levanta como figura liminar de la verdad. Para
Nietzsche, sólo como fenómeno estético se justifica el espectáculo de un
mundo que no tiene causa ni fin, hundiendo su raíz en las tinieblas.
Tenemos la belleza ( en primer lugar, la de esa crisis sangrienta del
ocaso) para no hundirnos en la verdad.
    Efectivamente, una inanidad angustiosa cae sobre el hombre a la muerte
de Dios: el más pesado peso del retorno, del fin de la ilusión llamada
Historia y de la llegada del ocaso terrenal como sentido. "El más
inquietante de todos los huéspedes", el nihilismo, está en la puerta, pero
la propia violencia de su caída libra a Nietzsche de ese aliento. La más
silenciosa de todas las horas habla sin voz y hace enfermar a Zaratustra
quien, lentamente, desde abajo, es curado por "sus animales", un círculo
encantado de águila y serpiente que vela junto a él con la paciencia de la
tierra. Podíamos decir que el vuelo del águila, ese iris dorado que caza
imágenes a distancia, dota de infinitud celeste a la inteligencia
subterránea de la serpiente. Después de ese anillo (incomprensible para
Hegel) la tierra misma vela, cura, se hace conciencia. Del más pesado peso
se pasa a la esfera de un humano que, al morder la cabeza de la
víbora-nihilismo y escupirla lejos de sí, resulta transfigurado por la
jovialidad, lanzando un sólo grito: el del comienzo. Nunca nadie en la
tierra había reído como él rió.
    Zaratustra el ateo, piedra de la sabiduría, destructor de estrellas,
después de diez años de soledad solar puede al fin "amar a los hombres".
Como el sol de las alturas, comprende que ha de hundirse en su ocaso, que
el orden terrenal, representado en ese anillo de hombre, águila y
serpiente, libera al sol de su sobreabundancia. El "portavoz" de la vida,
del sufrimiento y del círculo, desciende a una época que, como ocaso del
sol, realiza ( en el instante y el mediodía, en la figura del superhombre)
la profundidad de la medianoche. Nietzsche-Zaratustra se atreve a sujetarse
al ocaso y ahí, en ese borde donde parece llorar una herida anterior a toda
existencia, reconoce un hogar, el cimiento de nuestra luz. La belleza es
una "verdad " que ya no es del hombre, sino de la tierra: el ocaso
representa ese fulgor de lo no humano, el desamparo del no-ser, donando una
promesa de alba. El crepúsculo habla de un límite que es más tránsito,
transmutación y devenir que extinción. Si la relación de Nietzsche con la
música es constante es porque siente que únicamente en la armonia del
fluir, en esa bendición sin palabras, se realiza y calma el temible dios
asiático que sostiene el mundo. El mismo estilo poético del "abogado del
círculo" manifiesta esa voluntad de no elevarse por encima del orden del
azar.
    2.- En verdad, ¿puede el abismo sostener, sujetar, llegar a hablar?:
sí, dice Nietzsche, si se quiere su retorno, si se le quiere como devenir,
ara de un dios que baila, reconciliado con el mecerse de las cosas y la
respiración del hombre. Lo ab-soluto (sin relación, sin solución) es al fin
sujeto, pero al precio de no ser nada distinto a la mudez escuchada,
singularizada del objeto. Cualquier Dios suprasensible, revelado, ha muerto
porque la verdad no es nada distinto al enigma que saja cada cosa y la hace
ser retornado eternamente sobre sí misma, en un modo elemental de espíritu
que está ya en todas partes. Lo supuesto (sub-iectum) a todo conocer, ese
sujeto que todo conoce y de nadie es conocido, es el enigma que, al estar
en todo, permite que la conciencia se expanda como devenir. Ahora la
naturaleza está viva, el abismo habla, despertando al hombre en el cerco de
la belleza. En el fondo, el hombre es sólo sentido de la tierra:
superhombre. Él es el "mar", el agua de la tierra: superficie donde espejea
el cielo del sentido. El hombre es un puente y no una meta. Tránsito y
ocaso: pero ocaso del sol, necesario para su radiación.
    Emerge otro sujeto como Verbo del crepúsculo porque el hombre quiere el
ocaso como tránsito, la noche como eterna fragua de albas. La inevitable
noche no es ya el otro lado, sino el eje silente de los días: "El mundo...
es más profundo de lo que el día ha pensado". Podemos decir que, como en
Spinoza, Occidente encuentra otra vez una sujeción firme en ese destello de
la oscuridad. Efectivamente, la re-presentación conceptual exigía una
salvación suprasensible del sujeto, situándolo fuera del devenir; operación
que ahora se revela como ilusoria, vengativa, muerta, porque la filosofía
se vuelve a tragar, de un modo incomparable en el mundo moderno, toda la
tiniebla que antes retenía fuera de sus murallas. Se puede decir que la
muerte de Dios es la muerte del sujeto como algo distinto a la singular
exterioridad del objeto, un volcán que ahora toma cuerpo, que deviene
mediodía.
    En Nietzsche la tierra entera, ocaso transmutado en orto de sentido, es
el cuerpo del hombre. Nace una naturaleza viviente, una intimidad o
espíritu que no es del hombre, sino del instante eterno en el que viven las
cosas. Espíritu es la vida que se saja a sí misma en vivo, ha dicho
Zaratustra, pero después de Dioniso hasta las rocas parecen esconder esa
herida. La sangre misma es espíritu, y la sangre está en todo. Por eso el
vientre de las cosas habla: como en Heráclito, el Verbo brota de la guerra
profunda que agita a la materia en ese anillo de cielo y tierra, sentido y
ocaso, águila y serpiente.
    En este punto parece inexcusable desmarcarse de un aspecto clave en la
interpretación de Heidegger pues, a pesar de su altura, está seriamente
viciada por un modelo de "diferencia ontológica" que no retorna a lo
absoluto de la finitud. Todos los momentos nucleares de la lectura
heideggeriana subordinan el eterno retorno ala voluntad de poder, entendida
esta, por estar desgajada de ese enigma que se vuelve ente, según una
supuesta tradición "metafisica" de la subjetidad teñida de tintes
dominadores. Nietzsche no piensa el ser- devenir como identidad no mediada,
sino como absoluta mediación, retorno de un enigma que pone en cada punto
de existencia toda la alteridad y el espíritu que después restalla en la
belleza. Lo que el mediun Zaratustra, después de todo un oriental, afirma
en todas partes (en correspondencia con el famoso parágrafo "Historia de un
error", de El crepúsculo de los ídolos) no es precisamente la inversión de
la relación sensible-suprasensible, que seguiria presa de la "Metafisica",
sino la anulación de esa dualidad, y del naturalismo del mundo sensible, en
un torbellino de aparecer único que asume la eternidad de la materia (la
identidad de idea y cosa, ese Deus sive natura de Spinoza) en el retorno,
la persistencia incesante de la finitud. De un modo semejante a Schelling,
la naturaleza que despierta en Zaratustra tiene todo el mal, el
desgarramiento, la crisis dentro, y eso la hace espíritu, la redime de la
contingencia, de la carencia de ser. Consecuentemente, como manifiesta la
figura suprema del arte, la voluntad de poder es sobre todo voluntad de
retorno, de ser sentido de la tierra. Pero aquí el límite de Heidegger es
el que mantiene con la raíz (la revelación) oriental de todo pensamiento,
esa inmanencia de una cercanía que, aquí y ahora, es constante realización
y poder de la escisión, de la diferencia (de toda "transcendencia"). Frente
a eso, Heidegger parece aún preso de una razón de filiación ortodoxamente
occidental o griega, no liberada del "prejuicio" (Spinoza dixit) hegeliano
de que la vida, con su imparable fluctuación, no es inmediatamente verdad.
    3. Justo porque faltan radicalmente las leyes, causales o mecánicas,
todo es voluntad de poder . Aun en el esclavo Nietzsche ve la voluntad de
ser amo, de establecer una jerarquía, porque el ser mismo es lucha con un
más allá de sí mismo. El para sí es la voluntad, el querer de un en sí por
doquier desgarrado. Por eso todo instinto ambiciona dominar: por eso
generaliza, filosofa. La voluntad de verdad es la necesidad que la vida
singular tiene de una expansión planetaria. Voluntad creadora que se quiere
así misma como devenir, individuación, eterno retorno de un interior
universalmente enigmático .
    La voluntad de poder es el rasgo fundamental de todo ser, aquello que
une al hombre con el conjunto terrenal. La aparición de ese concepto
consuma el perfil problemático de una verdad que no se deja aprehender
teoréticamente. La verdad del eterno retorno no se entrega en un concepto
que pertenecería al docto, sino en una general voluntad de poder que cumple
la valoración, el radical perspectivismo que es la base de toda existencia.
Entre lo "verdadero" y lo "falso" no hay antítesis (eso es típico de la
metafisica), siendo todo valoración, perspectivismo. La misma certeza,
científica o filosófica, no escapa a esa corriente impetuosa de la
valoración. En realidad, un pensamiento no obedece a una lógica objetiva,
causal, sino al golpe del azar; un pensamiento viene cuando él quiere: Ello
piensa. La no-verdad, el engaño, es condición de vida: todo lo que es
profundo ama la máscara. Incluso en todo conocimiento hay crueldad, un
separar, excluir, fijar... casi una cinegética. La "verdad" está al
servicio de la vida, que es el valor más alto, por eso Nietzsche dice, ya
tempranamente, en la Segunda Intempestiva, que es en la atmósfera
ahistórica, la de la sangre, donde se crea todo acontecer histórico. No hay
tanto verdad como voluntad de verdad, esa obligación visceral que tiene la
existencia de afirmarse. Las verdades son metáforas que han olvidado su
condición de tales. Nietzsche insiste en ver la ciencia con los ojos del
arte y éste con los de la vida. El mundo resultante es algo así como una
obra de arte que se engendra a sí misma.
    Ya vemos que tal "perspectivismo" no se opone a la afirmación de una
verdad común. Todo lo contrario, lo problemático es que bajo el mosaico del
orden social y cultural de la época, desentraña la identidad de la
lucha-devenir, la genealogía de toda creación, por "elevada" que sea, como
una forma de la voluntad de poder. El arte mismo es el máximo testigo de
ella, en absoluto una actividad "desinteresada": a una naturaleza y moral
(de ahí que ésta, como algo sobrepuesto, deba desaparecer), instinto y
universo ético, azar y razón. El arte tiene todo el valor de la verdad,
pues manifiesta la voluntad de retorno a una comunidad que es devenir,
fuerza, conquista de nuevos territorios que impiden el descanso
suprasensible. El sujeto sólo existe ahora como creador, en el vértigo de
la creación (Crear -esa es la gran redención del sufrimiento). El hombre
está sujeto a la voluntad creadora, a la necesidad de proyectarse, de
universalizar, siempre más allá de sí mismo, de un más allá que es sí
mismo. Sólo gracias a que el hombre se olvida de sí mismo como sujeto
artísticamente creador, vive con alguna calma. Ecce horno: criatura y
creador están en un hombre que es conciencia, proyecto de todo un pasado no
decidido, que incluye la basura y el caos. Se trata de hacer oro de lo más
despreciable, como el alquimista, en una conformidad con el pasado como
destino. En efecto, ser devenir, olvido y cuerpo, permite ver toda la
historia, toda la sabiduría en, el parpadeo de la propia cara en el espejo.
Pero esto se produce sólo si creamos radicalmente, confirmando, con un
santo decir sí, nuestro abismal instinto, esa singularidad sin causa.
    4. El eterno retorno, frente a la cultura de la época, exige una
transvaloración de todos los valores. Si Nietzsche se enfrenta
violentamente a la moral ( o a los ideales románticos, o ilustrados ) y
habla de ella como un lenguaje mímico de los afectos, algo en todo caso
demasiado humano, lo hace en nombre de una vida sacralizada por el retorno
del enigma. Eso es el superhombre: un atravesar, por el hombre moderno, el
"último hombre", los prejuicios del bien y del mal, de una luz distinta a
la fuerza de la propia sombra, para reencontrar el sentido de la tierra. En
toda acción hay olvido, un olvido balsámico que sería el límite ideal de la
memoria, de la conciencia: como en el animal, en el niño o el artista, que
hacen retornar su verdad al dios-río de la sangre. Si acaso, dirá el
filósofo en otra ocasión, nuestro egoísmo no es bastante inteligente,
nuestra razón no es bastante egoísta. La verdad del eterno retorno está
efectivamente más allá de una interpretación moral de la existencia, del
antropocentrismo que aún prendía en Kant, porque el superhombre es sólo el
sentido del inescrutable giro terrenal: si la venganza era "la repugnancia
de la voluntad contra el tiempo y su fue", ahora se trata de transformar
todo fue en un así lo he querido yo, queriendo el eterno retorno, gritando
insaciablemente da capo! Se trata, en el fondo, de pensar una
reconciliación con la paz constitutiva de la tierra. Zaratustra quiere que
la muerte misma sea libre, un quehacer del propio hombre.
    Es más que defendible que el mismo concepto de superhombre, liberado de
la grandilocuencia que le suele rodear, guarde sólo una consumación de lo
humano en aquello que nos rebasa al retornar. Superhombre es el que está a
la altura de la muerte de Dios, esa "hazaña" que hemos hecho nosotros. Es
quien ha pasado al otro lado, encontrando el sentido de la tierra después
de hundirse en el ocaso: del mismo modo que Zaratustra sube a la montaña
para poder amar a los hombres, residir en un valle transfigurado. Bajo
todas las interpretaciones belicosas, el superhombre es un niño que se
acerca con pies de paloma a ese dios que dirige el mundo, bailando con la
finitud de las cosas. De hecho, el superhombre debe ser creado por el
propio hombre. El niño, después del camello y el león, es la figura extrema
del conocimiento, de la voluntad de poder, porque consigue fundir el ser
con el juego del tiempo. La imagen de la infancia, en correspondencia con
Heráclito, es la de un pensamiento que juega con el abismo. Niño,
jovialidad; mediodía, aurora, divina necedad son distintos nombres para un
pensamiento abismal retornado al fulgor en el viento de Sils-Maria.
    Voluntad de retorno, de enigma, de infancia. La crítica a la noción de
moral es en nombre de esa ética de la existencia que representa el arte, de
un sujeto situado más allá del bien y del mal, que tiene en sí el principio
de su propia ley ( en el fondo, aunque Nietzsche no lo admita, como en
Kant). Voluntad de poder que quiere el olvido, el fin de toda voluntad, la
contemplación, el ocio de dioses, ser crepúsculo y tierra. Un sujeto
irónico, despreocupado, violento: así lo quiere la mujer-devenir-sabiduría.
En contra de supuestas evidencias, retornar al devenir, al juego del ser,
es la máxima de las tareas: el niño viene después del camello y el león. La
fascinación por el hombre común, no erudito (esa "bestia rubia de presa")
es la fascinación por el espíritu libre, por una libertad que ha de ser
salvaje porque nace para conquistar el infatigable más allá de la propia
individuación. La libertad ha de ser continuamente reconquistada, ganada
desde abajo e impuesta a un exterior que vive de espaldas a esa dimensión.
En cierto momento, Zaratustra dice: crea en tu soledad, detrás irá la
justicia, cojeando. En efecto, sólo se es independiente por necesidad
íntima? por el efecto de un dolor prolongado. A veces, Nietzsche se
manifiesta incluso agradecido a sus terribles dolencias: el mal
espiritualiza, crea la inteligencia, una incomparable tensión del alma en
la infelicidad. Como en Baudelaire o Dostoyevski, también para Nietzsche el
demonio es el más antiguo amigo del conocimiento, vía de acceso a ese otro
dios que danza.
    Nietzsche se enfrenta a la voluntad de superar el dolor propia del
progresismo neo-ilustrado de su época porque para él representa la voluntad
de rebaño con la que el "último hombre" se defiende (con una interpretación
negativa de la muerte de Dios) de la identidad de ser y devenir, luces y
ocaso. Asistimos a un fin del humanismo, de la ilusión moral? incluso de
una Ilustración que, todas luces, resulta demasiado humana: ahora ya no hay
voluntad de superación o de progreso, pues se admite que el resplandor
brota al lado mismo de un peligro que ha de retornar eternamente. Con Dios,
la Historia ha muerto como teleo-logía, de ahí la batalla contra el último
romanticismo, el socialismo, la voluntad moderna de uniformización. Para
Nietzsche-Zaratustra lo que la racionalidad moderna quiere es que se acabe
de una vez la guerra que somos por dentro. De ahí también la frecuente
ironia sobre lo que llama "felicidad-prado". En general, el sentido
ontológico de la ira de Nietzsche? de esa airada crítica, es atacar la
censura de la vida común del abismo que ejerce el dualismo de la época, de
origen kantiano, hegeliano o "romántico". Contra la altura romántica y el
desplome nihilista, Nietzsche opta por un intransitado camino del medio,
estrecho como el filo de un cuchillo, tan común como raro en esa época: el
de todos en cuanto a la vida, el de ninguno en cuanto al conocimiento.
    5. El rayo, el granizo son potencias libres, sin ética. Pero es urgente
una ética de la libertad, de un sujeto que, obediente sólo a su selva, al
mismo tiempo quiera la comunidad. Zaratustra ama la comunidad de los
hombres, pues ellos son puentes para el retorno. Al fin y al cabo, sube a
la montaña para bajar al reencuentro del llano, para convertir el abismo en
río, valle regado. Dios mismo ha muerto, se hunde en su ocaso por amor a
los hombres. Es tan fuerte el amor ala vida común, que la vida misma le
dice a Zaratustra: " i Qué importas tú...di tu palabra y hazte pedazos!".
"El amor es el peligro del más solitario, el amor a todas las cosas? ¡con
tal de que vivan!. O bien, en una nota póstuma: "Sólo el amor debe juzgar
-el amor que se olvida de sí mismo en sus obras". Nietzsche, como
Holderlin, pensó el ser (si se le permite, un nuevo dios) desde la más
cruenta desesperación, una temible huida de los dioses, un desierto que
crece. Justo el horizonte de Nietzsche y Holderlin tiene de problemático el
estar asistido por la mano que viene de abajo, de lo más siniestro,
retornada a una comunidad que remonta la voracidad dominadora que traba a
su época. La locura común de ambos, la tragedia de Nietzsche tiene su
origen en intentar afirmar la negrura como sujeto, sin resto de
negatividad, con todo el sin fondo deviniendo voluntad de vida, de giro
terrenal. Ese sujeto, efectivamente, ya no tiene enfrente un objeto, al fin
y al cabo transferible (mercancía), sino el enigma que quiere retomar,
confirmando la comunidad de lo íntimo. Ha recuperado otro mundo común al
crearlo, más acá del desplome universal de las evidencias.
    Podemos decir que, a este hombre tímido que se vió obligado a gritar,
le enloqueció una comunidad prohibida, para la que la cultura de su tiempo
no estaba preparada. ¿Lo está la nuestra? Como sea, su obra persiste
luchando a brazo partido con un tiempo que se empeña en entender la noche,
el dolor o el pasado como algo a superar. Enfrentado a esa razón, que
separa el conocimiento de la inmediatez de lo desconocido, Nietzsche tuvo
que gritar iracundo para finalmente hundirse abrazado a un caballo
golpeado. Quizá su ira, su vocación intempestiva, sus prisas, le
facilitaron la tragedia, pero ese animal herido en las calles de Turin
parece representar todo el sufrimiento de un existencia que necesitaba el
amparo de otro pensamiento. Un pensamiento que, entonces y ahora, prefería
mirar hacia otro lado. Por encima de él, nos legó una verdad, en el fondo
sencilla y trémula, "para todos y para ninguno", que nos sigue esperando
para el próximo milenio.


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