Disponía ya desde que me gradué de bachiller, y a pesar de mi origen,
de una concepción marxista-leninista de nuestra sociedad y una
convicción profunda de la justicia

http://www.granma.cubaweb.cu/2010/08/06/nacional/artic02.html


Publicamos el ensayo autobiográfico que inicia el libro La victoria
Estratégica, escrito por el Comandante en Jefe Fidel Castro y que
presentó el pasado lunes en presencia de varios de sus compañeros
guerrilleros.

Dudé sobre el nombre que le pondría a esta narración, no sabía si
llamarla "La última ofensiva de Batista" o "¿Cómo 300 derrotaron a 10
000?", que parece un cuento de Las mil y una noches. Me veo obligado,
por ello, a incluir una pequeña autobiografía de la primera etapa de
mi vida, sin la cual no se comprendería su sentido. No deseaba esperar
que se publicaran un día las respuestas a incontables preguntas que me
hicieran sobre la niñez, la adolescencia y la juventud, etapas que me
convirtieron en revolucionario y combatiente armado.

Fidel y el comandante Juan Almeida Bosque.

Nací el 13 de agosto de 1926. El asalto al cuartel Moncada de Santiago
de Cuba, el 26 de julio de 1953, se produjo tres años después que me
gradué en la Universidad de La Habana. Fue nuestro primer
enfrentamiento militar con el Ejército de Cuba, al servicio de la
tiranía del general Fulgencio Batista.

La institución armada en Cuba, creada por los Estados Unidos después
de su intervención en la isla durante la segunda Guerra de
Independencia, iniciada por José Martí en 1895, era un instrumento de
las empresas norteamericanas, y la alta burguesía cubana.

La gran crisis económica desatada en los Estados Unidos, durante los
primeros años de la década de 1930, implicó altos niveles de
sacrificio para nuestro país, al que los acuerdos comerciales
impuestos por aquella potencia hicieron totalmente dependiente de los
productos de su industria y de su agricultura desarrolladas. La
capacidad adquisitiva del azúcar se había reducido casi a cero. No
éramos independientes ni teníamos derecho al desarrollo. Difícilmente
podían darse peores condiciones en un país de América Latina.

A medida que el poder del imperio crecía hasta convertirse en la más
poderosa potencia mundial, hacer una Revolución en Cuba se tornaba una
tarea bien difícil. Unos pocos hombres fuimos capaces de soñarla, pero
nadie podría atribuirse méritos individuales en una proeza que fue
mezcla de ideas, hechos y sacrificios de muchas personas, a lo largo
de muchos años, en muchas partes del mundo.

Con esos ingredientes se pudo conquistar la independencia plena de
Cuba, y una revolución social que ha resistido con honor más de 50
años de agresiones y el bloqueo de los Estados Unidos.

Celia, Fidel y Haydée, sentados en un secadero de café, abril de 1958.

En mi caso concreto, sin duda por puro azar, a esta altura de la vida
puedo ofrecer testimonio de hechos que, si tiene algún valor para las
nuevas generaciones, se debe al esfuerzo de investigadores rigurosos y
serios, cuyo trabajo durante decenas de años, reunió datos que me
ayudaron a reconstruir gran parte del contenido de este libro, al que
decidí poner el título La Victoria Estratégica.

Las circunstancias que me llevaron a tales acciones bélicas las guardo
imborrablemente en mi mente. No deja de ser satisfactorio para mí
recordarlas, porque de otra forma no me explicaría por qué llegué a
las convicciones que al fin y al cabo determinaron el curso de mi
existencia.

No nací político, aunque desde muy niño observé hechos que, grabados
en mi mente, me ayudaron a comprender las realidades del mundo.

En mi Birán natal, solo había dos instalaciones que no pertenecían a
mi familia: el telégrafo y la escuelita pública. Allí me sentaban en
la primera fila porque no había, ni podía haber, algo parecido a un
círculo infantil. Forzosamente aprendí a leer y a escribir. En el año
1933, cuando no había cumplido todavía siete años, la maestra, que no
recibía siquiera el sueldo que le debía el gobierno, pretextando la
hipotética inteligencia del niño, me llevó para Santiago de Cuba,
donde residía su familia, en una vivienda pobre y casi sin muebles,
que se filtraba por todas partes cuando llovía. En aquella ciudad, no
me enviaron siquiera a una escuela pública como la de Birán.

Después de muchos meses sin recibir clases, ni hacer algo como no
fuera escuchar en un viejo piano la práctica de solfeo de la hermana
de la maestra, profesora de música sin empleo; aprendí a sumar,
restar, multiplicar y dividir, gracias a las tablas impresas en el
forro rojo de una libreta que me entregaron para practicar la
caligrafía, y que nadie dictó ni revisó nunca.

En un alto de la guerra, el Comandante Fidel Castro recibe a niñas
campesinas que fueron a saludarlo.

En la vieja casa donde inicialmente me albergaron, de una cantina que
llevaban una vez al día, nos alimentábamos siete personas, entre
ellas, la hermana y el padre de la maestra. Conocí el hambre creyendo
que era apetito, con la punta de uno de los dientes del pequeño
tenedor pescaba el último granito de arroz, y con hilo de coser
arreglaba mis propios zapatos.

Al frente de la modesta casa de madera donde vivíamos, un Instituto de
Bachillerato permanecía ocupado por el Ejército; vi soldados golpeando
con las culatas de sus fusiles a otras personas. Podría escribir un
libro con aquellos recuerdos. Fue la institución infantil a donde me
condujo aquella humilde maestra, en una sociedad en la que el dinero
reinaba de forma absoluta.

Mi familia había sido engañada, y yo ni siquiera podía percatarme de
aquella situación; el engaño me hizo perder tiempo, pero me enseñó
mucho sobre los factores que la determinaron. Después de varios
episodios, cumplidos los ocho años, fui matriculado en enero de 1935
en el primer grado de una escuela de los Hermanos La Salle, muy
próxima a la primera catedral que los conquistadores españoles habían
erigido en Cuba. Otro rico y nuevo aprendizaje comenzaba.

Ingresé en aquella escuela como alumno externo, residía en una nueva
vivienda, muy próximo a la mencionada anteriormente, a donde se mudó
la profesora de música, hermana de la maestra de Birán. Llegamos a ser
tres hermanos los que vivíamos con aquella familia: Angelita, Ramón y
yo, por cada uno de los cuales se pagaba una pensión. El padre de
ellas había muerto el año anterior. Ya no existía hambre física,
aunque seguí todavía un tiempo obligado a repasar hasta el cansancio
las conocidas reglas aritméticas. Aún así, yo estaba harto de aquella
casa y me rebelé de manera consciente por primera vez en mi vida;
rehusé comer algunos vegetales desabridos que a veces me imponían y
rompí todas las normas de educación formal, sagradas en aquella casa
de familia de exquisita cultura francesa, adquirida en la propia
Santiago de Cuba. En la familia se había insertado el cónsul de Haití,
por la vía del matrimonio. Pero tan insoportable se volvió mi rebelión
que me enviaron de cabeza como interno a la escuela. Me habían
amenazado con eso más de una vez para imponerme disciplina; no sabían
que era precisamente lo que yo quería. Lo que para otros niños era
duro, para mí significaba la libertad. ¡Si nunca me llevaron ni
siquiera a un cine! Disfrutaría de las delicias de un alumno interno.
Fue el primer premio que recibí en mi vida. Estaba feliz.

Fidel conversa mientras lo pelan, en una improvisada barbería en El
Naranjo, Sierra Maestra.

Mis problemas desde entonces serían otros. Había llegado a Santiago
con dos años de adelanto, y entré a la escuela de los Hermanos La
Salle con unos de retraso. Cursé fácilmente el primero y segundo
grados. Aquel centro era una maravilla. Como norma íbamos a Birán tres
veces al año: Navidad, Semana Santa y vacaciones de verano, donde
Ramón y yo éramos totalmente libres.

Del tercer grado en la escuela La Salle pasé al quinto como premio por
mis notas, así recuperé el tiempo perdido. Durante el primer trimestre
todo iba bien: buenas notas y excelentes relaciones con los nuevos
compañeros de clases. Recibía el boletín blanco que se daba cada
semana a los alumnos por conducta correcta, con los problemas normales
de cualquier discípulo. Sucedió entonces un percance con uno de los
miembros de la congregación, inspector de los alumnos internos.

La escuela disponía de un amplio terreno al otro lado de la bahía de
Santiago, llamado Renté. Era un lugar de retiro y descanso de la
congregación. Allí llevaban a los alumnos internos los jueves y
domingos, días en que no se realizaba actividad escolar. Había un buen
campo deportivo. Además, hacía deportes, nadaba, pescaba, exploraba.
No lejos de la entrada de la bahía se observaban los rastros de la
Batalla Naval de Santiago, en forma de grandes proyectiles que
adornaban la entrada de las edificaciones. Un domingo después del
regreso, tuve un pleito intrascendente con otro de los alumnos
internos cuando viajábamos en la lancha El Cateto, de Renté al muelle
de Santiago. Apenas llegamos a la escuela terminamos de zanjarlo;
debido a ello, aquel autoritario hermano de la orden religiosa me
golpeó en la cara con las manos abiertas y con toda la fuerza de sus
brazos. Era una persona joven y fuerte. Quedé aturdido, con los golpes
zumbándome en los oídos. Antes, me había llamado aparte, ya casi de
noche. No me dejó siquiera explicar. En el largo corredor por donde me
llevó nadie nos veía. Transcurridas dos o tres semanas, intentó de
nuevo humillarme con un pequeño coscorrón en la cabeza por hablar en
filas. En esa segunda ocasión yo iba entre los primeros al salir del
desayuno porque los discípulos tratábamos siempre de ocupar un primer
lugar en las filas, para jugar con pelotas de goma, un rato antes de
las clases. Un pan con mantequilla que llevaba en la mano, otra
costumbre de los alumnos cuando salíamos del comedor después de
ingerir precipitadamente los primeros alimentos del día, se lo lancé
al rostro al inspector, y luego lo embestí con manos y pies de tal
forma, delante de los alumnos internos y externos, que su autoridad y
sus métodos abusivos quedaron muy desprestigiados. Fue un hecho que se
recordó en esa escuela durante bastante tiempo.

Raúl, Fidel y René Ramos Latour (Daniel).

Yo tenía entonces 11 años, y me acuerdo bien de sus nombres. No deseo,
sin embargo, repetirlos. De él no supe nada, desde hace más de 70
años. No le guardo rencor. Del alumno que motivó el incidente, conocí
muchos años después del triunfo revolucionario, que mantuvo una
conducta intachable y seria.

Sin embargo, el hecho tuvo consecuencias para mí. El incidente había
ocurrido semanas antes de la Navidad, en que tendríamos dos semanas y
media de vacaciones. Él seguía como inspector, y yo como alumno; ambos
nos ignorábamos totalmente. Por elemental dignidad mi conducta fue
intachable. Al venir nuestros padres a buscarnos, evidentemente
citados por ellos, les ocultaron la verdad, acusaron a mis dos
hermanos y a mí de pésimo comportamiento. "Sus tres hijos, son los
tres bandidos más grandes que pasaron por esta escuela", le dijeron a
mi padre. Lo supe por lo que contó entristecido a otros agricultores
amigos que a fines de año lo visitaban. Raúl tenía apenas seis años,
Ramón siempre se caracterizó por su bondad, y yo no era un bandido.

Trabajo me costó que me enviaran de nuevo a Santiago para estudiar;
Ramón y Raúl, que nada tenían que ver con el problema, permanecieron
el resto de ese curso en Birán. Me matricularon en enero de 1938 como
alumno externo en el Colegio Dolores, regido por la Orden de los
Jesuitas, mucho más exigente y rigurosa en materia de estudios, pero
más de clase alta y rica que su rival de los Hermanos La Salle.

En esta ocasión me tocó residir en la casa de un comerciante español
amigo de mi padre; allí, desde luego, no pasé ningún tipo de penuria
material, pero en aquella casa, donde residí hasta finalizar el quinto
grado, era un extraño.

Al inicio del verano, Angelita, la hermana mayor, llegó también a esa
casa con el propósito de preparar su ingreso en el bachillerato. Para
darle clases se contrató a una profesora negra, quien se guiaba por un
enorme libro donde estaba el contenido de la materia a impartir para
el examen de ingreso. Yo asistía a sus clases. Era la mejor profesora
y, quizás, una de las mejores personas que conocí en mi vida. Se le
ocurrió la idea de que estudiara a la vez el material de ingreso y el
primer año del bachillerato, con el fin de examinarme tan pronto
alcanzara la edad pertinente para el ingreso en el bachillerato, un
año después. Despertó en mí un enorme interés por el estudio. Habría
sido la única razón por la que estaba dispuesto a soportar la casa del
comerciante español en ese período vacacional, tras finalizar el
quinto grado como externo en Dolores.

Enfermé a fines de ese verano, y estuve ingresado alrededor de tres
meses en el hospital de la Colonia Española de Santiago de Cuba. No
hubo vacaciones de verano ese año. En aquel hospital mutualista, por
dos pesos mensuales, equivalentes a dos dólares, una persona tenía
derecho a los servicios médicos. Muy pocos, sin embargo, podían cubrir
ese gasto. Me habían operado del apéndice, y a los 10 días la herida
externa se infestó. Hubo que olvidarse de los planes de estudio
concebidos por la profesora. A fines de ese mismo año, 1938, los tres
hermanos nos volvimos a reunir, como alumnos internos en el Colegio
Dolores.

En el sexto grado, con varias semanas de clases perdidas, debí
esforzarme para ponerme al día. Una etapa nueva se iniciaba.
Profundizaba los conocimientos en Geografía, Astronomía, Aritmética,
Historia, Gramática e Inglés.

Se me ocurrió escribirle una carta al presidente de los Estados
Unidos, Franklin Delano Roosevelt, que con su silla de ruedas, su tono
de voz y su rostro amable despertaba mis simpatías. Gran expectación,
una mañana las autoridades en la escuela anunciaron el gran suceso:
"Fidel se cartea con el presidente de los Estados Unidos".

Roosevelt había respondido mi carta. Eso creíamos. Lo que llegó fue
realmente una comunicación de la embajada informando que la habían
recibido, dando las gracias. ¡Qué gran hombre, ya teníamos un amigo:
el presidente de los Estados Unidos! A pesar de todo lo que aprendí
después, y tal vez por ello, pienso que Franklin Delano Roosevelt,
quien luchó contra la adversidad personal y adoptó una posición
correcta frente al fascismo, no era capaz de ordenar el asesinato de
un adversario, y por lo que se conoce de él, es muy probable que no
hubiese lanzado las bombas atómicas contra dos ciudades indefensas de
Japón ni desatado la Guerra Fría, dos hechos absolutamente
innecesarios y torpes.

En aquel colegio de la rancia burguesía en la provincia mayor y más
oriental de Cuba, había más rigor académico y disciplina que en La
Salle. Eran jesuitas, casi en su totalidad de origen español, ungidos
como sacerdotes en una etapa avanzada de su formación, en la que
debían ejercer como miembros de la Orden en alguna tarea o
responsabilidad. El prefecto de la escuela era el Padre García, un
hombre recto, pero amable y accesible que compartía con los alumnos.

Mis vacaciones, mientras transité desde el primer grado de primaria
hasta el último de bachillerato, fueron siempre en Birán, zona de
llanos, mesetas y alturas de hasta casi 1 000 metros, bosques
naturales, pinares, corrientes y pozas de agua; allí conocí de cerca
la naturaleza, y fui libre de los controles que me imponían en las
escuelas, las casas de las familias donde me alojé en Santiago o en la
mía de Birán; aunque siempre defendido por mi madre y con la tutela
tolerante de mi padre, a medida que era ya estudiante con más de seis
grados, y por ello disfrutaba de creciente prestigio en la familia.

Pero este no es el lugar para hablar del tema, solo el mínimo
indispensable para comprender el asunto que abordo en este libro.

Del Colegio Dolores, yo mismo tomé la decisión de trasladarme al
Colegio Belén, en la capital de Cuba. Allí, a la inversa de lo que
ocurrió en el Colegio La Salle de Santiago de Cuba, el responsable más
directo de los alumnos internos —más de 100—, el Padre Llorente, no
era una persona autoritaria, y lejos de ser un enemigo se convirtió en
un amigo. Español de nacimiento, como casi todos los jesuitas de aquel
colegio, estaba en la etapa previa a la investidura como sacerdote. Un
hermano suyo, mayor que él, ejercía el sacerdocio entre los esquimales
de Alaska, y bajo el título de En el país de los eternos hielos,
escribía narraciones sobre la vida, las costumbres y las actividades
de aquel pueblo indoamericano en una naturaleza virgen, que a los
alumnos nos llenaba de asombro.

Llorente había sido sanitario en la Guerra Civil Española; él contaba
la dramática historia de los prisioneros fusilados al concluir aquella
contienda. Su tarea, junto a otros que hacían la misma función, era
certificar que estaban muertos antes de proceder a darles sepultura.
El Padre Llorente no hablaba de política, ni recuerdo haberlo
escuchado nunca opinar sobre el tema. Era un jesuita orgulloso de su
orden religiosa. Estimulaba las actividades que ponían a prueba el
espíritu de sacrificio y el carácter de sus alumnos. Ambos estuvimos
planificando una cacería de cocodrilos en la Ciénaga de Zapata, donde
había miles de ellos; y en 1945, durante las últimas vacaciones de
verano, organizamos un plan para escalar el Turquino. La goleta que
debía llevarnos por mar, desde Santiago de Cuba hasta Ocujal, no pudo
arrancar en toda la noche y no había otro camino. Hubo que suspender
el plan. Recuerdo que llevaba una de las escopetas automáticas calibre
12 que tomé de mi casa. ¡Cómo me habría ayudado más tarde aquella
excursión cuando me convertí en combatiente guerrillero, cuyo reducto
principal radicaba precisamente en esa zona!

Al graduarme de bachiller en Letras, a los 18 años, era deportista,
explorador, escalador de montañas, bastante aficionado a las armas
—cuyo uso aprendí con las de mi padre—, y buen estudiante de las
materias impartidas en el colegio donde estudiaba.

Me designaron el mejor atleta de la escuela el año que me gradué, y
jefe de los exploradores con el más alto grado otorgado allí. Mi madre
se sintió complacida con los aplausos de todos los asistentes aquella
noche de la graduación. Por primera vez en su vida se había
confeccionado un traje de gala para ir a una ceremonia. Ella fue una
de las personas que más me ayudó en el propósito de estudiar.

En el anuario de la escuela, correspondiente al curso en que me
gradué, aparece una foto mía con las siguientes palabras:

Fidel Castro (1942-1945). Se distinguió en todas las asignaturas
relacionadas con las letras. Excelencia y congregante, fue un
verdadero atleta, defendiendo siempre con valor y orgullo la bandera
del colegio. Ha sabido ganarse la admiración y el cariño de todos.
Cursará la carrera de Derecho y no dudamos que llenará con páginas
brillantes el libro de su vida. Fidel tiene madera y no faltará el
artista.

En realidad, debo decir que yo era mejor en Matemática que en
Gramática. La encontraba más lógica, más exacta. Estudié Derecho
porque discutía mucho, y todos afirmaban que yo iba a ser abogado. No
tuve orientación vocacional.

El hecho real es que las escuelas de élite lanzaban a la calle oleadas
de bachilleres carentes de conocimientos políticos elementales. Sobre
un tema fundamental como la historia de la humanidad, nos narraban en
primer lugar las consabidas aventuras bélicas de nuestra especie,
desde la época de los persas hasta la Segunda Guerra Mundial,
historias que tanto cautivan a niños y jóvenes varones.

El negocio de la producción y venta de juguetes de guerra hoy día es
casi tan grande como el comercio de armas. Del sistema social que
conduce a tales locuras y a las propias guerras no se nos enseñó una
palabra.

Nos ilustraban sobre la historia de Grecia y Roma, pero civilizaciones
tan antiguas como las de India y China, apenas se mencionaban, como no
fuese para contarnos las aventuras bélicas de Alejandro Magno y los
viajes de Marco Polo. Sin ambos países, hoy resulta imposible escribir
la historia. No podría siquiera soñarse que nos hablaran entonces de
las civilizaciones maya y aimara-quechua, del colonialismo y del
imperialismo.

Cuando me gradué de bachiller en Letras, no existía más que una
universidad, la de La Habana, a ella íbamos a parar los estudiantes
con nuestra ausencia de conocimientos políticos. Salvo excepciones,
casi todos los alumnos procedían de familias de la pequeña burguesía,
que afanosamente deseaban mejor destino para sus hijos. Pocos
pertenecían a la clase alta, y casi ninguno a los sectores pobres de
la sociedad. Muchos de los de familia pudiente realizaban sus estudios
superiores en los Estados Unidos, si es que no lo hacían desde el
bachillerato. No se trataba de culpabilidades individuales, era una
herencia de clase. La incorporación de la gran mayoría de los
estudiantes universitarios a la Revolución en Cuba, es una prueba del
valor de la educación y la conciencia en el ser humano.

Quizás algunas cosas de las hasta aquí referidas ayuden a comprender
lo que vino después.

No asistí a la universidad desde el primer día, pues rechazaba las
humillantes prácticas de las llamadas novatadas, consistentes en rapar
a la fuerza a los recién llegados. Pedí que me pelaran bien bajito
para identificarme como alumno nuevo.

Después de resolver el complejo problema del alojamiento, me fui al
estadio universitario, buscando cómo incorporarme a los deportes.
Había básquet, pelota, campo y pista, todo lo que me gustaba. Trabajo
me costó liberarme del compromiso con el manager de básquet de Belén.
Hacía tiempo había acordado proseguir como discípulo suyo en ese
deporte, pero él era entrenador de un club aristocrático. Le expliqué
que no podía ser estudiante de la universidad y jugar en otro equipo
contra esta. No entendió y rompí con él. Comencé a entrenar en el
equipo universitario de básquet. También la escuela reclamó que jugara
pelota por mi facultad y le dije que sí.

Los líderes de la facultad de Derecho solicitaron que fuera candidato
a delegado por una asignatura, y no tuve objeción.

Me veía obligado a realizar muchas cosas en un día, y residía en un
reparto distante, donde Lidia, la hermana mayor por parte de padre,
siempre atenta y afectuosa con nosotros, decidió vivir al trasladarse
de Santiago de Cuba a La Habana cuando inicié mis estudios
universitarios.

Un día descubrí que no me alcanzaba el tiempo ni para respirar.
Sacrifiqué los deportes y decidí cumplir la tarea que me solicitaron
los líderes de la escuela. Luché duro por obtener la representación,
como delegado, de la asignatura de Antropología, lo cual requería
especial esfuerzo. En la tarea me enfrentaba a un antiguo cuadro, para
quien un cargo en la dirección de la escuela significaba una profesión
política. Así comenzó mi actividad en esa esfera.

No había imaginado hasta qué punto la politiquería, la simulación y
las mentiras prevalecían en nuestro país. Pero no lo supe desde el
primer día. Cuando se realizó la elección, obtuve más de cinco votos
por cada uno del adversario, y pude contribuir así al triunfo de los
candidatos de nuestra tendencia en otras asignaturas. Fue de esa forma
como, en pocos meses, por el número de votos obtenidos, me convertí en
el representante de los estudiantes del primer curso, en una de las
escuelas más numerosas de la Universidad de La Habana. Ello me otorgó
determinada importancia, pero era muy pronto. No tenía siquiera idea
de los intereses que se movían alrededor de aquella Universidad.

A medida que me familiarizaba con ella, iba conociendo también su rica
historia. Había sido una de las primeras fundadas en la época de las
colonias. Las ilustres personalidades de la cultura y la ciencia eran
recordadas en figuras de bronce y mármol a las que se rendía tributo,
o al bautizar con sus nombres las plazas, edificios e instituciones
universitarias.

Especial admiración se sentía por los ocho estudiantes de Medicina,
fusilados el 27 de noviembre de 1871 por los voluntarios españoles, al
ser acusados de profanar la tumba de un periodista reaccionario que
servía al régimen colonial, un hecho que según se comprobó después, ni
siquiera ocurrió.

Junto a mi escuela, un pequeño parque llamado Lídice —aldea
checoslovaca donde los nazis perpetraron una atroz matanza—, añadía
elementos de internacionalismo.

Los nombres de Martí, Maceo, Céspedes, Agramonte y otros, aparecían
por todas partes y suscitaban la admiración y el interés de muchos de
nosotros, sin que importara su origen social. No era la atmósfera que
se respiraba en la escuela privada de élite donde estudié el
bachillerato, cuyos profesores procedían y se educaban en España,
donde se engendró parte importante de nuestra cultura, pero también la
esclavitud y el coloniaje.

En esa etapa, después de las elecciones del 44, el país era presidido
por un profesor de Fisiología, que emergió de la universidad en los
años 30, cuando en medio de la gran crisis económica mundial, fue
derrocada la tiranía de Machado, y se creó, por breves meses, un
gobierno provisional revolucionario. En aquel proceso, dentro del
marco de una independencia limitada por la Enmienda Platt, los
estudiantes, junto a la combativa clase obrera cubana y el pueblo en
general, desempeñaron un papel fundamental. El profesor de Fisiología,
Ramón Grau San Martín, fue designado presidente del gobierno en 1933.
Un joven revolucionario antimperialista, Antonio Guiteras,
representante de otras fuerzas populares, designado ministro de
Gobernación, fue la figura más destacada de aquellos meses, por las
medidas valientes y antimperialistas que adoptó.

Fulgencio Batista, procedente del sector militar revolucionario de los
sargentos y soldados profesionales, ascendido a jefe del Ejército,
captado más tarde por los sectores reaccionarios y la propia embajada
de los Estados Unidos, derrocó aquel gobierno radical que duró apenas
100 días.

En la caída de Gerardo Machado había sido decisiva la clase obrera. La
huelga general revolucionaria, organizada fundamentalmente por el
pequeño partido de los comunistas, bajo la dirección brillante y
vibrante del poeta revolucionario Rubén Martínez Villena, inició la
batalla por el derrocamiento de la tiranía de Machado. Conviene
recordarlo porque la idea de una huelga general revolucionaria estuvo
asociada a nuestra posterior lucha, desde el ataque al cuartel
Moncada. Fue el arma fundamental utilizada tras la ofensiva final
exitosa del Ejército Rebelde, que lo condujo a la victoria total del
pueblo el 1ro. de enero de 1959.

En los años 40 había emergido con fuerza el anticomunismo, la siembra
de reflejos y el control de las mentes a través de los medios de
comunicación masiva. Se habían creado las bases para el dominio
militar y político del mundo. Muy poco quedaba ya en nuestra alta casa
de estudios del espíritu revolucionario de los años 30.

El partido creado por el profesor, que lo llevó a la presidencia en
virtud de pasadas glorias, tomó el nombre que utilizó Martí para
organizar la última Guerra de Independencia: Partido Revolucionario
Cubano, al que añadieron el calificativo de "Auténtico".

Cuando los escándalos comenzaron a estallar por todas partes, un
senador prestigioso de ese mismo partido, Eduardo Chibás, encabezó la
denuncia al gobierno. Era de cuna rica, pero incuestionablemente
honrado, algo no habitual en los partidos tradicionales de Cuba.
Disponía de media hora cada domingo, a las 8:00 de la noche, en la
emisora radial más oída de toda la nación. Fue el primer caso en
nuestra patria de la promoción inusitada que podía significar ese
medio de divulgación masiva. Se conocía su nombre en todos los
rincones del país. No existía todavía en Cuba la televisión. De ese
modo, a pesar del analfabetismo reinante, surgió un movimiento
político de potencial masividad entre los trabajadores de la ciudad y
el campo, los profesionales y la pequeña burguesía.

Entre los obreros industriales más avanzados e intelectuales
destacados, las ideas marxistas se abrían paso con más facilidad.
Rubén Martínez Villena murió joven, víctima de la tuberculosis, poco
tiempo después de su más gloriosa obra, el derrocamiento de la tiranía
machadista. Quedaron sus poemas, que continúan recordándose y
repitiéndose. Pero los prejuicios anticomunistas, emanados siempre de
los sectores privilegiados y dominantes de la sociedad cubana,
continuaron multiplicándose, desde los días brillantes en que Julio
Antonio Mella creó la FEU (Federación Estudiantil Universitaria), y
junto a Baliño —compañero de José Martí en su lucha por la
independencia— fundó el primer Partido Comunista de Cuba.

El gobierno corrupto de Grau San Martín era caótico, irresponsable,
cínico. Le interesaba controlar la universidad y los escasos
institutos públicos donde se estudiaba el bachillerato. Su instrumento
fundamental no era la represión, sino la corrupción. La universidad
dependía de los fondos del Estado.

Un sujeto sin escrúpulo resultó designado ministro de Educación.
Muchos millones de dólares fueron malversados. Nada parecido a un
programa de alfabetización se llevó a cabo.

La reforma agraria y otras medidas promulgadas por la Constitución de
1940 pasaron al olvido. Batista se había marchado del país repleto de
dinero para residir en la Florida. Dejó en Cuba a las Fuerzas Armadas
llenas de ascensos y privilegios, y a un número no desdeñable de
seguidores directamente beneficiados con cargos de elección en el
Congreso, los municipios, y empleos en el aparato burocrático de
instituciones sociales y empresas privadas.

Lo peor de todo fue el lastre pseudorrevolucionario que llegó al poder
en Cuba junto con Grau San Martín. Eran gente que de una u otra forma
habían sido antimachadistas y antibatistianos. Se consideraban, por
tanto, revolucionarios. Al peor grupo de estos le asignaron cargos
importantes en la policía represiva, como el Buró de Investigaciones,
la Secreta, la Motorizada y otros cuerpos de esa institución. Se
mantuvieron los tribunales de urgencia, con la facultad de arrestar a
un ciudadano sin derecho alguno a la libertad provisional. En fin,
todo el aparato represivo de Batista permaneció inalterable.

Con distintos nombres surgieron una serie de organizaciones formadas
por personas que tuvieron relaciones con Guiteras y otros prestigiosos
líderes de la lucha contra Machado y Batista. En las filas de aquella
pseudorrevolución existían personas serias y valientes, consideradas a
sí mismas como revolucionarias, una idea y un título que siempre
atrajeron en Cuba a los jóvenes. Los órganos de prensa les asignaban
con todo rigor ese calificativo, cuando en realidad lo transcurrido
era una dramática etapa de revolución frustrada. No había programa
social serio, y menos aún objetivos que condujeran a la independencia
del país. El único programa verdaderamente revolucionario y
antimperialista era el del partido fundado por Mella y Baliño, y luego
dirigido por Rubén Martínez Villena. Este joven y valioso líder, lleno
de pasión, proclamó en un poema: "Hace falta una carga para matar
bribones, /para acabar la obra de las revoluciones (¼ )". Pero el
Partido Comunista de Cuba estaba aislado.

Entre los muchos miles de estudiantes de la universidad que conocí, el
número de antimperialistas conscientes y comunistas militantes no
pasaban de 50 ó 60, del total de matriculados, que ascendían a más de
12 000. Yo mismo, un entusiasta de las protestas contra aquel
gobierno, me sentía impulsado por otros valores que más adelante
comprendí que estaban todavía distantes de la conciencia
revolucionaria que adquirí después.

Eran miles los estudiantes que repudiaban la corrupción reinante, los
abusos de poder y los males de la sociedad. Muy pocos pertenecían a la
alta burguesía. Las veces que tuvimos necesidad de salir a la calle,
no vacilaron en hacerlo.

Nuestra universidad sostenía relaciones con los exilados dominicanos
en lucha contra Trujillo, con quienes se solidarizaba plenamente.
También los puertorriqueños que demandaban la independencia, bajo la
dirección de Pedro Albizu Campos, contaban con su apoyo. Eran
elementos de una conciencia internacionalista presentes entre nuestros
jóvenes, y que también me movían entonces a mí, a quien habían
asignado la presidencia del Comité Pro Democracia Dominicana y el
Comité Pro Independencia de Puerto Rico.

Una etapa de mis estudios universitarios ayudaría a comprender lo que
allí viví. Cuando inicié el segundo año de la carrera, en 1946,
conocía mucho más de nuestra universidad y nuestro país. Nadie tuvo
que invitarme a participar en las elecciones de la escuela de Derecho.
Yo mismo persuadí a un estudiante activo e inteligente, Baudilio
Castellanos, que iniciaba su carrera, para que se postulara por la
misma asignatura que yo lo había hecho el año anterior. Lo conocía
bien porque éramos de la misma zona oriental; él había estudiado el
bachillerato en una escuela regida por religiosos protestantes. Su
padre era farmacéutico en el pequeño poblado del central Marcané,
propiedad de una transnacional norteamericana, a cuatro kilómetros de
mi casa en Birán.

Seleccionamos entre los estudiantes del primer curso a los más activos
y entusiastas para integrar la candidatura. Contaba con el apoyo total
del segundo curso, donde los adversarios ni siquiera pudieron nuclear
alumnos suficientes para formar una candidatura contra mí. Aplicamos
la misma línea del año anterior y, en las elecciones, nuestra
tendencia obtuvo una aplastante victoria. Contábamos ya con amplia
mayoría entre los estudiantes de la escuela de Derecho, y podíamos
decidir quién sería el presidente de los estudiantes de la facultad,
una de las más numerosas de la Universidad de La Habana. Los del
quinto y último año no eran muchos, los del cuarto se correspondían
con el año en que el bachillerato se elevó de cuatro a cinco años, y
eran muy pocos los que habían ingresado en ese curso. No teníamos la
mayoría de los delegados, pero sí la inmensa mayoría de los
estudiantes.

En ese tiempo entramos en contacto con el Partido Ortodoxo y, también,
con militantes de la Juventud Comunista, como Raúl Valdés Vivó,
Alfredo Guevara y otros. Conocí a Flavio Bravo, una persona
inteligente y capaz, que dirigía a la Juventud Comunista de Cuba.

Pude dejar las cosas como estaban y esperar un año más. Al fin y al
cabo mis relaciones no eran malas con los delegados de los cursos
superiores, políticamente neutros. Pero pudo más en mí el espíritu
competitivo y quizás la autosuficiencia y la vanidad que suele
acompañar a muchos jóvenes, aún en nuestra época.

Esto no significa que yo habría tenido una nueva oportunidad para
esperar un tercer curso normal. Los compromisos ya contraídos me
llevaron por otros caminos. Pero antes debo señalar que viví los
mayores peligros de perder la vida con apenas 20 años, sin provecho
alguno para la causa verdaderamente noble que descubrí después.

De hecho, nuestra actividad y fuerza llamaron prematuramente la
atención de los dueños de la única universidad del país. Nuestro alto
centro de estudios había adquirido especial importancia por su raíz
histórica y su papel dentro de la república disminuida, que nació de
la imposición de la Enmienda Platt a la nación cubana cuando se liberó
de España. La nueva presidencia de la Federación de Estudiantes
Universitarios estaba por decidirse, ya que el anterior presidente
había pasado a ocupar un alto cargo en el gobierno de Grau.

Dado mi carácter rebelde, le hice frente al poderoso grupo que
controlaba la universidad. Así pasaron días, en realidad semanas, sin
otra compañía que la solidaridad de mis compañeros de primero y
segundo cursos de la escuela de Derecho. Hubo ocasiones en que salí de
la universidad escoltado por grupos de estudiantes que se apretaban
alrededor de mí. Pero yo, a pesar de eso, iba todos los días a las
clases y las actividades, hasta que un día declararon que no me
permitirían entrar más a ese recinto.

He contado alguna vez que, al día siguiente, un domingo, me fui a una
playa con la novia, y acostado boca abajo lloré porque estaba decidido
a desafiar aquella prohibición, y comprendía lo que ello significaba.
Sabía que el enemigo había llegado al límite de su tolerancia. En mi
mente quijotesca no cabía otra alternativa que desafiar la amenaza.
Podía obtener un arma, y la llevaría conmigo.

Un amigo militante del Partido Ortodoxo, al que conocí porque le
gustaban los deportes y visitaba con frecuencia la universidad, me
contaba las experiencias del enfrentamiento a las dictaduras de
Machado y Batista, conversaba mucho conmigo, y conocía nuestras
luchas, al tener noticias de la situación creada, y la decisión
adoptada por mí, movió cielo y tierra para evitar lo peor.

Después de esto tuvieron lugar innumerables sucesos que he narrado en
distintas oportunidades, y no deseo añadir a lo que aquí expongo, ya
de por sí extenso; pero siento la necesidad de expresar que desde
entonces estuve decidido a todo y empuñé un arma. Las experiencias de
mi vida universitaria me sirvieron para la larga y difícil lucha que
emprendería poco tiempo después como martiano y revolucionario cubano.
Mi pensamiento maduró aceleradamente. Apenas transcurridos tres años
de mi graduación, asaltaba con mis compañeros de ideal la segunda
plaza militar del país. Fue el reinicio de la insurrección armada del
pueblo de Cuba por su plena independencia y por la república de
justicia soñada por nuestro Héroe Nacional José Martí.

Tras el triunfo del 1ro. de enero, conocidos e incansables
historiadores, encabezados por Pedro Álvarez Tabío, y gracias a la
iniciativa de Celia Sánchez, que estuvo presente y cumplió importantes
misiones en la defensa de aquel baluarte revolucionario, recorrieron
cada rincón de la Sierra Maestra, donde se desarrollaron los
acontecimientos, y recogieron información fresca de las personas en
cada vivienda y lugar donde estuvimos, archivando datos sin los cuales
nadie y, por supuesto, tampoco yo, podría responsabilizarse con cada
detalle que da total veracidad a lo que aquí expongo.

Por otro lado, solo alguien que fuera conductor y jefe de aquella
fuerza de combatientes bisoños podría responsabilizarse con una
historia rigurosa de los acontecimientos en los 74 días de combate, en
que desesperadamente los revolucionarios logramos destrozar los planes
de las Fuerzas Armadas de entonces, asesoradas y equipadas por los
Estados Unidos, y convertimos lo imposible en posible. No existe otra
forma de honrar a los caídos en aquella gesta. De una contienda así no
teníamos antecedentes en nuestra patria. Las gloriosas luchas por la
independencia habían concluido casi medio siglo antes. Las armas, las
comunicaciones, eran todas muy diferentes en otra época; no existían
los tanques, los aviones, las bombas de hasta 500 kilogramos de TNT.
Fue necesario comenzar de cero. Disponía ya desde que me gradué de
bachiller, y a pesar de mi origen, de una concepción
marxista-leninista de nuestra sociedad y una convicción profunda de la
justicia.

De la excelente prosa del historiador Álvarez Tabío recogí lo mejor y
depuré lo innecesario. El cartógrafo Otto Hernández Garcini, expertos
militares y diseñadores elaboraron, por su parte, los mapas que
contiene este libro, donde tales planos se requerían para el análisis
del tema por los profesionales de las armas. Aún faltaría por explicar
cómo, después de la última ofensiva enemiga que quebró el espinazo de
la tiranía, al decir del Che, de la Sierra Maestra trasladamos al
llano nuestras concepciones de lucha, y en solo cinco meses
destrozamos la fuerza total de 100 000 hombres armados que defendían
al régimen y les ocupamos todas las armas.

Este libro, La Victoria Estratégica, es el preámbulo de ese otro, aún
sin escribir, sobre la rápida y contundente contraofensiva rebelde que
nos llevó a las puertas de Santiago de Cuba y al triunfo definitivo.

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