In Spanish, cannot translate.

But these days, when the Hondurs case calls our attention to the 
relations between Argentina and Central America, perhaps what follows 
may be most interesting. At least to understand the complex way in which 
a group of political refugees is sent to jail by the same government 
that saved them and released days before that government is overthrown. 
I mean, to "understand", not to satanize anyone or any regime by means 
of a couple of stupid (and false) shibboleths.

-------- Mensaje original --------
Asunto: [R-P] 1954: Perón, el Che y Guatemala
Fecha: Wed, 8 Jul 2009 09:00:04 -0300
De: Juan María Escobar <escoba...@infovia.com.ar>
Para: nmg...@gmail.com
CC: Lucha de masas para recuperar la Argentina 
<reconquista-popu...@lists.econ.utah.edu>

CITANDO LA FUENTE,EL MATERIAL DE ESTA LISTA ES DE LIBRE REPRODUCCIÓN



En 1954, un grupo de refugiados en la Embajada argentina en Guatemala
terminó preso en la cárcel de Villa Devoto. Esta es la historia nunca
contada de esos hombres que compartieron su asilo con Ernesto Guevara, que
aún no era el Che.

Perón, el Che y el derrumbe de Guatemala


ROGELIO GARCIA LUPO. Periodista


Después del estallido militar y del bombardeo de Plaza de Mayo, en junio de
1955, el gobierno de Perón agonizaba rápidamente y decidió poner en 
libertad
a algunos centenares de presos políticos. Entre ellos estaban treinta y
cinco hombres que, a la hora de la liberación, presentaron una inesperada
dificultad: resultaba difícil disponer su libertad porque ninguno de ellos
estaba oficialmente preso. Eran treinta y dos ciudadanos de Guatemala y 
tres
de El Salvador. Habían llegado a la Argentina el año anterior, después de
obtener asilo en la Embajada de nuestro país en Guatemala, donde un golpe
organizado por la CIA había derribado al presidente, coronel Jacobo Arbenz.
Todos habían compartido el refugio diplomático con un médico argentino 
de 27
años que, al despedirse de ellos, les dio cartas de recomendación para sus
padres y amigos en Buenos Aires. A los asilados se los recuerda como los
prisioneros secretos de Perón. Y al joven médico que trató de ayudarlos se
lo conoce por un apodo que entonces aún no había recibido: el Che.En junio
de 1954, la invasión del territorio de Guatemala por una fuerza armada
irregular y el bombardeo de la capital conmovieron profundamente a América
latina y tuvieron una inmediata repercusión en la Argentina. Perón no 
ocultó
su disgusto por la descarada intervención norteamericana en Guatemala y dio
instrucciones a la Cancillería para que la posición oficial se expresara en
la OEA. México, Chile, Uruguay y la Argentina votaron contra la 
intervención
en Guatemala.La evolución de la situación en ese país había interesado a
Perón desde el primer momento, cuando el joven coronel Arbenz, rodeado 
de un
grupo de militares revolucionarios, emprendió un decidido programa de
reforma agraria y cambios políticos que desde la perspectiva peronista
mostraban cierto parentesco con el justicialismo.A fin de recibir
información confiable sobre lo que pasaba en Guatemala, Perón designó a
Nicasio Sánchez Toranzo, ex radical con quien consultaba temas políticos,
como embajador en Guatemala. Y casi de inmediato hizo nombrar a su hermano,
el general José Antonio Sánchez Toranzo, como jefe del servicio de
inteligencia del Ejército.La cuestión de Guatemala, sin embargo, no era
sencilla. Arbenz había recibido el apoyo del Partido Guatemalteco del
Trabajo (PGT), construido sobre los cuadros del Partido Comunista, y 
existía
una campaña internacional de prensa destinada a alertar sobre el peligro de
que los comunistas terminaran dominando a los inexpertos militares del
coronel Arbenz.También complicaba la posición ante la invasión a Guatemala
una doctrina argentina sobre el asilo territorial que en esos mismos
momentos se había discutido en la X Conferencia Internacional de 
Caracas. La
doctrina reforzaba el principio de no intervención y, en cuanto a los
exiliados políticos, sostenía que debía limitarse su potencial actividad
hostil hacia el gobierno que los había desterrado. En la conferencia, la
delegación argentina se enfrentó con la de los Estados Unidos, aunque tomó
como reaseguro denunciar también la intervención comunista en el 
hemisferio,
sin mencionar el lugar. Los representantes argentinos, encabezados por el
canciller Jerónimo Remorino, recibieron instrucciones de no atacar la
política de los Estados Unidos en América latina sino el bradenismo, una
fórmula que personalizaba el conflicto en el ex embajador de los Estados
Unidos en Buenos Aires, Spruille Braden, archienemigo de Perón, aunque
siempre resultó funcional a los intereses políticos de éste. Y Braden
estaba, precisamente, invitando al derrocamiento del gobierno de
Guatemala.Por eso, el día que finalmente entraron en la capital de 
Guatemala
los hombres armados por la CIA, el embajador Sánchez Toranzo recibió de
Buenos Aires un mensaje cifrado, breve y dramático: Abra las puertas de la
Embajada, decía.En las cuarenta y ocho horas siguientes unos trescientos
hombres entraron en tropel en la sede diplomática argentina. Uno de ellos
era el médico Ernesto Guevara, que sin embargo conservaría la privilegiada
condición de invitado por el embajador Sánchez Toranzo. Y una treintena
serían luego los incómodos prisioneros de la cárcel de Villa Devoto, a
quienes un año más tarde se los puso en la calle sin ninguna explicación,
exactamente igual que el día en que se los detuvo.Los trescientos 
refugiados
de los primeros días se redujeron con el correr de las semanas hasta
estabilizarse en menos de doscientos, que permanecieron esperando los
salvoconductos para abandonar el país. El nuevo gobierno impuso la 
condición
de que los asilados debían partir hacia el país cuya embajada los había
recibido, aunque la mayoría prefería establecerse en México por la cercanía
que habría entonces con sus familiares.Desde el primer momento el gobierno
argentino había revelado preocupación por los refugiados en su Embajada; al
principio se contaba medio centenar de oficiales jóvenes, pero éstos
gradualmente fueron renunciando al asilo. Quienes permanecieron hasta 
que se
los trasladó a nuestro país fueron los sindicalistas, algunos intelectuales
jóvenes y líderes estudiantiles, muchos de ellos efectivamente comunistas.
En las calles cazaban comunistas, a los que se sometía a juicios 
sumarios, y
había fusilamientos públicos y clandestinos en distintos lugares.Perón
siguió personalmente el caso de Guatemala y no fue un secreto que, en esos
años, más de una vez temió que una fuerza organizada por exiliados
argentinos intentara derrocarlo desde el exterior. Y también lo siguió
porque la suerte de estos militares embarcados en una revolución social 
era,
en cierto modo, una materia de su propiedad. Arbenz -escribió el 
historiador
estadounidense Ronald M. Schneider- contó con un ejército que por lo menos
fue neutral y que en la mayoría de los casos favoreció a su gobierno.Por
fin, a mediados de setiembre de 1954, y al cabo de diez semanas de asilo en
la hacinada Embajada, los refugiados recibieron la noticia de que serían
transportados a Buenos Aires en aviones T-11 de la Fuerza Aérea Argentina.
Apenas con lo puesto, ciento dieciocho hombres abandonaron la residencia
diplomática. Casi ninguno tenía información sobre el país al que se 
dirigía,
algunos conocían vagamente el nombre de Perón, pero todos estaban
completamente convencidos de algo: seguían con vida gracias a la protección
argentina.Esa línea tenue que separa la vida de la muerte y que no
traspasaron cuando eligieron la Embajada como refugio, se les volvió a
presentar ante los ojos a los pasajeros del segundo vuelo, que casi termina
en catástrofe. Fue cuando el transporte de la Fuerza Aérea entró en
emergencia sobre territorio argentino y, para aliviar la carga, la
tripulación y los cuarenta pasajeros arrojaron al espacio los asientos
primero y las mismas puertas después, seguidos por la máquina de 
escribir de
Roberto Paz y Paz, veterano periodista de la Agencia de Prensa de Guatemala
(APG). La accidentada llegada al país culminó con el aterrizaje en la base
de la aeronáutica militar de Villa Mercedes, de San Luis, y desde allí se
hizo un traslado improvisado hasta el viejo Hotel de Inmigrantes de Buenos
Aires.Para la mayoría de los recién venidos se abrió una etapa de
adaptación, búsqueda de trabajo y de relaciones. Varios de ellos echaron
mano a las esquelas de presentación del médico argentino que habían 
conocido
bajo el mismo techo de la Embajada. Ernesto Guevara, tal vez, esperaba más
de su familia: en alguna carta desliza que no hubo de parte de ella tanta
solidaridad con estos hermanos latinoamericanos que habían escapado a la
muerte segura.Una parte de éstos, entretanto, enfrentaba ahora un nuevo
drama: convocados a presentarse ante las autoridades fueron conducidos a la
cárcel de Villa Devoto, donde permanecieron entre diez meses y un año,
prácticamente hasta las mismas vísperas de la caída del gobierno peronista
en setiembre de 1955.Los motivos del cambio de actitud hacia estos
perseguidos no fueron conocidos durante su cautiverio, inexplicable, ya que
no habían cometido delito alguno y, por el contrario, habían merecido
primero el asilo diplomático y después el ingreso legal al país. Recién
después de la caída de Perón pudo saberse que el secretario de Estado
estadounidense, John Foster Dulles, había exigido al gobierno argentino una
prueba de que no estaba protegiendo a comunistas ni favoreciendo su
actividad.Dulles fue el hombre fuerte de Washington en los peores años 
de la
Guerra Fría y concibió un plan truculento para los refugiados en las
embajadas de la capital de Guatemala, el que consistía en otorgarles
salvoconductos, pero únicamente si se los enviaba a Moscú sin
escalas.También llegó a proponer al régimen militar derechista que asaltara
las embajadas extranjeras, donde en total se alojaron setecientas personas,
o bien que les iniciara acciones judiciales que, más o menos legalmente,
impidieran su salida de Guatemala todo el tiempo que fuera posible. Fue 
bajo
esta presión insoportable que el gobierno argentino convirtió en 
prisioneros
secretos a quienes antes había acogido protectoramente, aunque el gesto no
alcanzó para tranquilizar la ansiedad anticomunista de Foster Dulles, el
látigo de Washington.


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