SARTRE

El existencialismo es un humanismo (A)


Quisiera defender aquí el existencialismo de una serie de reproches que
se le han formulado.
En primer lugar, se le ha reprochado el invitar a las gentes a
permanecer en un quietismo de desesperación, porque si todas las
soluciones están cerradas, habría que considerar que la acción en este
mundo es totalmente imposible y desembocar finalmente en una filosofía
contemplativa, lo que además, dado que la contemplación es un lujo, nos
conduce a una filosofía burguesa. éstos son sobre todo los reproches de
los comunistas.
Se nos ha reprochado, por otra parte, que subrayamos la ignominia
humana, que mostramos en todas las cosas lo sórdido, lo turbio, lo
viscoso, y que desatendemos cierto número de bellezas risueñas, el lado
luminoso de la naturaleza humana; por ejemplo, según Mlle. Mercier,
crítica católica, que hemos olvidado la sonrisa del niño. Los unos y los
otros nos reprochaban que hemos faltado a la solidaridad humana, que
consideramos que el hombre está aislado, en gran parte, además, porque
partimos -dicen los comunistas- de la subjetividad pura, por lo tanto
del "yo pienso" cartesiano, y por lo tanto del momento en que el hombre
se capta en su soledad, lo que nos haría incapaces, en consecuencia, de
volver a la solidaridad con los hombres que están fuera del yo, y que no
puedo captar en el cogito.
Y del lado cristiano, se nos reprocha que negamos la realidad y la
seriedad de las empresas humanas, puesto que si suprimimos los
mandamientos de Dios y los valores inscritos en la eternidad, no queda
más que la estricta gratuidad, pudiendo cada uno hacer lo que quiere y
siendo incapaz, desde su punto de vista, de condenar los puntos de vista
y los actos de los demás.
A estos diferentes reproches trato de responder hoy; por eso he titulado
esta pequeña exposición: El existencialismo es un humanismo. Muchos
podrán extrañarse de que se hable aquí de humanismo. Trataremos de ver
en qué sentido lo entendemos. En todo caso, lo que podemos decir desde
el principio es que entendemos por existencialismo una doctrina que hace
posible la vida humana y que, por otra parte, declara que toda verdad y
toda acción implica un medio y una subjetividad humana. El reproche
esencial que nos hacen, como se sabe, es que ponemos el acento en el
lado malo de la vida humana. Una señora de la que me acaban de hablar,
cuando por nerviosidad deja escapar una palabra vulgar, dice
excusándose: creo que me estoy poniendo existencialista. En
consecuencia, se asimila fealdad a existencialismo; por eso se declara
que somos naturalistas; y si lo somos, resulta extraño que asustemos,
que escandalicemos mucho más de lo que el naturalismo propiamente dicho
asusta e indigna hoy día. Hay quien se traga perfectamente una novela de
Zola como La tierra, y no puede leer sin asco una novela
existencialista; hay quien utiliza la sabiduría de los pueblos -que es
bien triste- y nos encuentra más tristes todavía. No obstante, ¿hay algo
más desengañado que decir "la caridad bien entendida empieza por casa",
o bien "al villano con la vara del avellano"? Conocemos los lugares
comunes que se pueden utilizar en este punto y que muestran siempre la
misma cosa: no hay que luchar contra los poderes establecidos, no hay
que luchar contra la fuerza, no hay que pretender salir de la propia
condición, toda acción que no se inserta en una tradición es
romanticismo, toda tentativa que no se apoya en una experiencia probada
está condenada al fracaso; y la experiencia muestra que los hombres van
siempre hacia lo bajo, que se necesitan cuerpos sólidos para
mantenerlos: si no, tenemos la anarquía. Sin embargo, son las gentes que
repiten estos tristes proverbios, las gentes que dicen: "qué humano"
cada vez que se les muestra un acto más o menos repugnante, las gentes
que se alimentan de canciones realistas, son ésas las gentes que
reprochan al existencialismo ser demasiado sombrío, y a tal punto que me
pregunto si el cargo que le hacen es, no de pesimismo, sino más bien de
optimismo. En el fondo, lo que asusta en la doctrina que voy a tratar de
exponer ¿no es el hecho de que deja una posibilidad de elección al
hombre? Para saberlo, es necesario que volvamos a examinar la cuestión
en un plano estrictamente filosófico. ¿A qué se llama existencialismo?
La mayoría de los que utilizan esta palabra se sentirían muy incómodos
para justificarla, porque hoy día que se ha vuelto una moda, no hay
dificultad en declarar que un músico o que un pintor es existencialista.
Un articulista de Clartés firma El existencialista; y en el fondo, la
palabra ha tomado hoy tal amplitud y tal extensión que ya no significa
absolutamente nada. Parece que, a falta de una doctrina de vanguardia
análoga al superrealismo, la gente ávida de escándalo y de movimiento se
dirige a esta filosofía, que, por otra parte, no les puede aportar nada
en este dominio; en realidad, es la doctrina menos escandalosa, la más
austera; está destinada estrictamente a los técnicos y filósofos. Sin
embargo, se puede definir fácilmente. Lo que complica las cosas es que
hay dos especies de existencialistas: los primeros, que son cristianos,
entre los cuales yo colocaría a Jaspers y a Gabriel Marcel, de confesión
católica; y, por otra parte, los existencialistas ateos, entre los
cuales hay que colocar a Heidegger, y también a los existencialistas
franceses y a mí mismo. Lo que tienen en común es simplemente que
consideran que la existencia precede a la esencia, o, si se prefiere,
que hay que partir de la subjetividad. ¿Qué significa esto a punto fijo?
Consideremos un objeto fabricado, por ejemplo un libro o un cortapapel.
Este objeto ha sido fabricado por un artesano que se ha inspirado en un
concepto; se ha referido al concepto de cortapapel, e igualmente a una
técnica de producción previa que forma parte del concepto, y que en el
fondo es una receta. Así, el cortapapel es a la vez un objeto que se
produce de cierta manera y que, por otra parte, tiene una utilidad
definida, y no se puede suponer un hombre que produjera un cortapapel
sin saber para qué va a servir ese objeto. Diríamos entonces que en el
caso del cortapapel, la esencia -es decir, el conjunto de recetas y de
cualidades que permiten producirlo y definirlo- precede a la existencia;
y así está determinada la presencia frente a mí de tal o cual
cortapapel, de tal o cual libro. Tenemos aquí, pues, una visión técnica
del mundo, en la cual se puede decir que la producción precede a la
existencia.
Al concebir un Dios creador, este Dios se asimila la mayoría de las
veces a un artesano superior; y cualquiera que sea la doctrina que
consideremos, trátese de una doctrina como la de Descartes o como la de
Leibniz, admitimos siempre que la voluntad sigue más o menos al
entendimiento, o por lo menos lo acompaña, y que Dios, cuando crea, sabe
con precisión lo que crea. Así el concepto de hombre, en el espíritu de
Dios, es asimilable al concepto de cortapapel en el espíritu del
industrial; y Dios produce al hombre siguiendo técnicas y una
concepción, exactamente como el artesano fabrica un cortapapel siguiendo
una definición y una técnica. Así, el hombre individual realiza cierto
concepto que está en el entendimiento divino. En el siglo XVIII, en el
ateísmo de los filósofos, la noción de Dios es suprimida, pero no pasa
lo mismo con la idea de que la esencia precede a la existencia. Esta
idea la encontramos un poco en todas partes: la encontramos en Diderot,
en Voltaire y aun en Kant. El hombre es poseedor de una naturaleza
humana; esta naturaleza humana, que es el concepto humano, se encuentra
en todos los hombres, lo que significa que cada hombre es un ejemplo
particular de un concepto universal, el hombre; en Kant resulta de esta
universalidad que tanto el hombre de los bosques, el hombre de la
naturaleza, como el burgués, están sujetos a la misma definición y
poseen las mismas cualidades básicas. Así pues, aquí también la esencia
del hombre precede a esa existencia histórica que encontramos en la
naturaleza.
El existencialismo ateo que yo represento es más coherente. Declara que
si Dios no existe, hay por lo menos un ser en el que la existencia
precede a la esencia, un ser que existe antes de poder ser definido por
ningún concepto, y que este ser es el hombre, o como dice Heidegger, la
realidad humana. ¿Qué significa aquí que la existencia precede a la
esencia? Significa que el hombre empieza por existir, se encuentra,
surge en el mundo, y que después se define. El hombre, tal como lo
concibe el existencialista, si no es definible, es porque empieza por no
ser nada. Sólo será después, y será tal como se haya hecho. Así, pues,
no hay naturaleza humana, porque no hay Dios para concebirla.
El hombre es el único que no sólo es tal como él se concibe, sino tal
como él se quiere, y como se concibe después de la existencia, como se
quiere después de este impulso hacia la existencia; el hombre no es otra
cosa que lo que él se hace. Éste es el primer principio del
existencialismo. Es también lo que se llama la subjetividad, que se nos
echa en cara bajo ese nombre. Pero ¿qué queremos decir con esto sino que
el hombre tiene una dignidad mayor que la piedra o la mesa? Pues
queremos decir que el hombre empieza por existir, es decir, que empieza
por ser algo que se lanza hacia un porvenir, y que es consciente de
proyectarse hacia el porvenir. El hombre es ante todo un proyecto que se
vive subjetivamente, en lugar de ser un musgo, una podredumbre o una
coliflor; nada existe previamente a este proyecto; nada hay en el cielo
inteligible, y el hombre será, ante todo, lo que habrá proyectado ser.
No lo que querrá ser. Pues lo que entendemos ordinariamente por querer
es una decisión consciente, que para la mayoría de nosotros es posterior
a lo que el hombre ha hecho de sí mismo. Yo puedo querer adherirme a un
partido, escribir un libro, casarme; todo esto no es más que la
manifestación de una elección más original, más espontánea que lo que se
llama voluntad. Pero si verdaderamente la existencia precede a la
esencia, el hombre es responsable de lo que es. Así, el primer paso del
existencialismo es poner a todo hombre en posesión de lo que es, y
asentar sobre él la responsabilidad total de su existencia. Y cuando
decimos que el hombre es responsable de sí mismo, no queremos decir que
el hombre es responsable de su estricta individualidad, sino que es
responsable de todos los hombres. Hay dos sentidos de la palabra
subjetivismo, y nuestros adversarios juegan con los dos sentidos.
Subjetivismo, por una parte, quiere decir elección del sujeto individual
por sí mismo, y por otra, imposibilidad para el hombre de sobrepasar la
subjetividad humana. El segundo sentido es el sentido profundo del
existencialismo. Cuando decimos que el hombre se elige, entendemos que
cada uno de nosotros se elige, pero también queremos decir con esto que,
al elegirse, elige a todos los hombres. En efecto, no hay ninguno de
nuestros actos que, al crear al hombre que queremos ser, no cree al
mismo tiempo una imagen del hombre tal como consideramos que debe ser.
Elegir ser esto o aquello es afirmar al mismo tiempo el valor de lo que
elegimos, porque nunca podemos elegir mal; lo que elegimos es siempre el
bien, y nada puede ser bueno para nosotros sin serlo para todos. Si, por
otra parte, la existencia precede a la esencia y nosotros quisiéramos
existir al mismo tiempo que modelamos nuestra imagen, esta imagen es
valedera para todos y para nuestra época entera. Así, nuestra
responsabilidad es mucho mayor de lo que podríamos suponer, porque
compromete a la humanidad entera. Si soy obrero, y elijo adherirme a un
sindicato cristiano en lugar de ser comunista; si por esta adhesión
quiero indicar que la resignación es en el fondo la solución que
conviene al hombre, que el reino del hombre no está en la tierra, no
comprometo solamente mi caso: quiero ser un resignado para todos; en
consecuencia, mi proceder ha comprometido a la humanidad entera. Y si
quiero -hecho más individual- casarme, tener hijos, aun si mi casamiento
depende únicamente de mi situación, o de mi pasión, o de mi deseo, con
esto no me encamino yo solamente, sino que encamino a la humanidad
entera en la vía de la monogamia. Así soy responsable para mí mismo y
para todos, y creo cierta imagen del hombre que yo elijo; eligiéndome,
elijo al hombre.
Esto permite comprender lo que se oculta bajo palabras un tanto
grandilocuentes como angustia, desamparo, desesperación. Como verán
ustedes, es sumamente sencillo. Ante todo, ¿qué se entiende por
angustia? El existencialista suele declarar que el hombre es angustia.
Esto significa que el hombre que se compromete y que se da cuenta de que
es no sólo el que elige ser, sino también un legislador, que elige al
mismo tiempo que a sí mismo a la humanidad entera, no puede escapar al
sentimiento de su total y profunda responsabilidad. Ciertamente hay
muchos que no están angustiados; pero nosotros pretendemos que se
enmascaran su propia angustia, que la huyen; en verdad, muchos creen al
obrar que sólo se comprometen a sí mismos, y cuando se les dice: pero
¿si todo el mundo procediera así? se encogen de hombros y contestan: no
todo el mundo procede así. Pero en verdad hay que preguntarse siempre:
¿que sucedería si todo el mundo hiciera lo mismo? Y no se escapa uno de
este pensamiento inquietante sino por una especie de mala fe. El que
miente y se excusa declarando: todo el mundo no procede así, es alguien
que no está bien con su conciencia, porque el hecho de mentir implica un
valor universal atribuido a la mentira. Incluso cuando la angustia se
enmascara, aparece. Es esta angustia la que Kierkegaard llamaba la
angustia de Abraham. Conocen ustedes la historia: un ángel ha ordenado a
Abraham sacrificar a su hijo; todo anda bien si es verdaderamente un
ángel el que ha venido y le ha dicho: tú eres Abraham, sacrificarás a tu
hijo. Pero cada cual puede preguntarse; ante todo, ¿es en verdad un
ángel, y yo soy en verdad Abraham? ¿Quién me lo prueba? Había una loca
que tenía alucinaciones: le hablaban por teléfono y le daban órdenes. El
médico le preguntó: Pero ¿quién es el que habla? Ella contestó: Dice que
es Dios. ¿Y qué es lo que le probaba, en efecto, que fuera Dios? Si un
ángel viene a mí, ¿qué me prueba que es un ángel? Y si oigo voces, ¿qué
me prueba que vienen del cielo y no del infierno, o del subconsciente, o
de un estado patológico? ¿Quién prueba que se dirigen a mí? ¿Quién me
prueba que soy yo el realmente señalado para imponer mi concepción del
hombre y mi elección a la humanidad? No encontraré jamás ninguna prueba,
ningún signo para convencerme de ello. Si una voz se dirige a mí,
siempre seré yo quien decida que esta voz es la voz del ángel; si
considero que tal o cual acto es bueno, soy yo el que elegiré decir que
este acto es bueno y no malo. Nadie me designa para ser Abraham, y sin
embargo estoy obligado a cada instante a hacer actos ejemplares. Todo
ocurre como si, para todo hombre, toda la humanidad tuviera los ojos
fijos en lo que hace y se ajustara a lo que hace. Y cada hombre debe
decirse: ¿soy yo quien tiene derecho de obrar de tal manera que la
humanidad se ajuste a mis actos? Y si no se dice esto es porque se
enmascara su angustia. No se trata aquí de una angustia que conduzca al
quietismo, a la inacción. Se trata de una simple angustia, que conocen
todos los que han tenido responsabilidades. Cuando, por ejemplo, un jefe
militar toma la responsabilidad de un ataque y envía cierto número de
hombres a la muerte, elige hacerlo y elige él solo. Sin duda hay órdenes
superiores, pero son demasiado amplias y se impone una interpretación
que proviene de él, y de esta interpretación depende la vida de catorce
o veinte hombres. No se puede dejar de tener, en la decisión que toma,
cierta angustia. Todos los jefes conocen esta angustia. Esto no les
impide obrar: al contrario, es la condición misma de su acción; porque
esto supone que enfrentan una pluralidad de posibilidades, y cuando
eligen una, se dan cuenta que sólo tiene valor porque ha sido la
elegida. Y esta especie de angustia que es la que describe el
existencialismo, veremos que se explica además por una responsabilidad
directa frente a los otros hombres que compromete.
No es una cortina que nos separa de la acción, sino que forma parte de
la acción misma. Y cuando se habla de desamparo, expresión cara a
Heidegger, queremos decir solamente que Dios no existe, y que de esto
hay que sacar las últimas consecuencias. El existencialismo se opone
decididamente a cierto tipo de moral laica que quisiera suprimir a Dios
con el menor gasto posible. Cuando hacia 1880 algunos profesores
franceses trataron de constituir una moral laica, dijeron más o menos
esto: Dios es una hipótesis inútil y costosa, nosotros la suprimimos;
pero es necesario, sin embargo, para que haya una moral, una sociedad,
un mundo vigilado, que ciertos valores se tomen en serio y se consideren
como existentes a priori; es necesario que sea obligatorio a priori que
sea uno honrado, que no mienta, que no pegue a su mujer, que tenga
hijos, etc., etc.. Haremos, por lo tanto, un pequeño trabajo que
permitirá demostrar que estos valores existen, a pesar de todo,
inscritos en un cielo inteligible, aunque, por otra parte, Dios no
exista. Dicho en otra forma -y es, según creo yo, la tendencia de todo
lo que se llama en Francia radicalismo-, nada se cambiará aunque Dios no
exista; encontraremos las mismas normas de honradez, de progreso, de
humanismo, y habremos hecho de Dios una hipótesis superada que morirá
tranquilamente y por sí misma. El existencialista, por el contrario,
piensa que es muy incómodo que Dios no exista, porque con él desaparece
toda posibilidad de encontrar valores en un cielo inteligible; ya no se
puede tener el bien a priori, porque no hay más conciencia infinita y
perfecta para pensarlo; no está escrito en ninguna parte que el bien
exista, que haya que ser honrado, que no haya que mentir; puesto que
precisamente estamos en un plano donde solamente hay hombres.
Dostoievsky escribe: "Si Dios no existiera, todo estaría permitido".
Este es el punto de partida del existencialismo. En efecto, todo está
permitido si Dios no existe y, en consecuencia, el hombre está
abandonado, porque no encuentra ni en sí ni fuera de sí una posibilidad
de aferrarse. No encuentra ante todo excusas. Si, en efecto, la
existencia precede a la esencia, no se podrá jamás explicar la
referencia a una naturaleza humana dada y fija; dicho de otro modo, no
hay determinismo, el hombre es libre, el hombre es libertad. Si, por
otra parte, Dios no existe, no encontramos frente a nosotros valores u
órdenes que legitimen nuestra conducta. Así, no tenemos ni detrás ni
delante de nosotros, en el dominio luminoso de los valores,
justificaciones o excusas. Estamos solos, sin excusas. Es lo que
expresaré diciendo que el hombre está condenado a ser libre. Condenado,
porque no se ha creado a sí mismo, y sin embargo, por otro lado, libre,
porque una vez arrojado al mundo es responsable de todo lo que hace.
El existencialista no cree en el poder de la pasión. No pensará nunca
que una bella pasión es un torrente devastador que conduce fatalmente al
hombre a ciertos actos y que por consecuencia es una excusa; piensa que
el hombre es responsable de su pasión. El existencialista tampoco
pensará que el hombre puede encontrar socorro en un signo dado sobre la
tierra que lo oriente; porque piensa que el hombre descifra por sí mismo
el signo como prefiere. Piensa, pues, que el hombre, sin ningún apoyo ni
socorro, está condenado a cada instante a inventar al hombre. Ponge ha
dicho, en un artículo muy hermoso: "el hombre es el porvenir del hombre"
. Es perfectamente exacto. Sólo que si se entiende por esto que ese
porvenir está inscrito en el cielo, que Dios lo ve, entonces es falso,
pues ya no sería ni siquiera un porvenir. Si se entiende que, sea cual
fuere el hombre que aparece, hay un porvenir por hacer, un porvenir
virgen que lo espera, entonces es exacto. En tal caso está uno
desamparado. Para dar un ejemplo que permita comprender mejor lo que es
el desamparo, citaré el caso de uno de mis alumnos que me vino a ver en
las siguientes circunstancias: su padre se había peleado con la madre y
tendía al colaboracionismo; su hermano mayor había sido muerto en la
ofensiva alemana de 1940, y este joven, con sentimientos un poco
primitivos, pero generosos, quería vengarlo. Su madre vivía sola con él
muy afligida por la semitraición del padre y por la muerte del hijo
mayor, y su único consuelo era él. Este joven tenía, en ese momento, la
elección de partir para Inglaterra y entrar en las Fuerzas francesas
libres -es decir, abandonar a su madre- o bien de permanecer al lado de
su madre, y ayudarla a vivir. Se daba cuenta perfectamente de que esta
mujer sólo vivía para él y que su desaparición -y tal vez su muerte- la
hundiría en la desesperación. También se daba cuenta de que en el fondo,
concretamente, cada acto que llevaba a cabo con respecto a su madre
tenía otro correspondiente en el sentido de que la ayudaba a vivir,
mientras que cada acto que llevaba a cabo para partir y combatir era un
acto ambiguo que podía perderse en la arena, sin servir para nada: por
ejemplo, al partir para Inglaterra, podía permanecer indefinidamente, al
pasar por España, en un campo español; podía llegar a Inglaterra o a
Argel y ser puesto en un escritorio para redactar documentos. En
consecuencia, se encontraba frente a dos tipos de acción muy diferentes:
una concreta, inmediata, pero que se dirigía a un solo individuo; y otra
que se dirigía a un conjunto infinitamente más vasto, a una colectividad
nacional, pero que era por eso mismo ambigua, y que podía ser
interrumpida en el camino. Al mismo tiempo dudaba entre dos tipos de
moral. Por una parte, una moral de simpatía, de devoción personal; y por
otra, una moral más amplia, pero de eficacia más discutible. Había que
elegir entre las dos. ¿Quién podía ayudarlo a elegir? ¿La doctrina
cristiana? No. La doctrina cristiana dice: sed caritativos, amad a
vuestro prójimo, sacrificaos por los demás, elegid el camino más
estrecho, etc., etc. Pero ¿cuál es el camino más estrecho? ¿A quién hay
que amar como a un hermano? ¿Al soldado o a la madre? ¿Cuál es la
utilidad mayor: la utilidad vaga de combatir en un conjunto, o la
utilidad precisa de ayudar a un ser a vivir? ¿Quién puede decidir a
priori? Nadie. Ninguna moral inscrita puede decirlo. La moral kantiana
dice: no tratéis jamás a los demás como medios, sino como fines. Muy
bien; si vivo al lado de mi madre la trataré como fin, y no como medio,
pero este hecho me pone en peligro de tratar como medios a los que
combaten en torno mío; y recíprocamente, si me uno a los que combaten,
los trataré como fin, y este hecho me pone en peligro de tratar a mi
madre como medio.
Si los valores son vagos, y si son siempre demasiado vastos para el caso
preciso y concreto que consideramos, sólo nos queda fiarnos de nuestros
instintos. Es lo que ha tratado de hacer este joven; y cuando lo vi,
decía: en el fondo, lo que importa es el sentimiento; debería elegir lo
que me empuja verdaderamente en cierta dirección. Si siento que amo a mi
madre lo bastante para sacrificarle el resto -mi deseo de venganza, mi
deseo de acción, mi deseo de aventura- me quedo al lado de ella. Si, al
contrario, siento que mi amor por mi madre no es suficiente, parto. Pero
¿cómo determinar el valor de un sentimiento? ¿Qué es lo que constituía
el valor de su sentimiento hacia la madre? Precisamente el hecho de que
se quedaba por ella. Puedo decir: quiero lo bastante a tal amigo para
sacrificarle tal suma de dinero; no puedo decirlo si no lo he hecho.
Puedo decir: quiero lo bastante a mi madre para quedarme junto a ella,
si me he quedado junto a ella. No puedo determinar el valor de este
afecto si no he hecho precisamente un acto que lo ratifica y lo define.
Ahora bien, como exijo a este afecto justificar mi acto, me encuentro
encerrado de un círculo vicioso.
Por otra parte, Gide ha dicho muy bien que un sentimiento que se
representa y un sentimiento que se vive son dos cosas casi
indiscernibles: decidir que amo a mi madre quedándome junto a ella o
representar una comedia que hará que yo permanezca con mi madre, es casi
la misma cosa. Dicho en otra forma, el sentimiento se construye con
actos que se realizan; no puedo pues consultarlos para guiarme por él.
Lo cual quiere decir que no puedo ni buscar en mí el estado auténtico
que me empujará a actuar, ni pedir a una moral los conceptos que me
permitirán actuar. Por lo menos, dirán ustedes, ha ido a ver a un
profesor para pedirle consejo. Pero si ustedes, por ejemplo, buscan el
consejo de un sacerdote, han elegido ese sacerdote y saben más o menos
ya, en el fondo, lo que él les va a aconsejar. Dicho en otra forma,
elegir el consejero es ya comprometerse. La prueba está en que si
ustedes son cristianos, dirán: consulte a un sacerdote. Pero hay
sacerdotes colaboracionistas, sacerdotes conformistas, sacerdotes de la
resistencia. ¿Cuál elegir? Y si el joven elige un sacerdote de la
resistencia o un sacerdote colaboracionista ya ha decidido el género de
consejo que va a recibir. Así, al venirme a ver, sabía la respuesta que
yo le daría y no tenía más que una respuesta que dar: usted es libre,
elija, es decir, invente. Ninguna moral general puede indicar lo que hay
que hacer; no hay signos en el mundo. Los católicos dirán: sí, hay
signos. Admitámoslo: soy yo mismo el que elige el sentido que tienen. He
conocido, cuando estaba prisionero, a un hombre muy notable que era
jesuita. Había entrado en la orden de los jesuitas en la siguiente
forma: había tenido que soportar cierto número de fracasos muy duros; de
niño, su padre había muerto dejándolo en la pobreza, y él había sido
becario en una institución religiosa donde se le hacía sentir
continuamente que era aceptado por caridad; luego fracasó en cierto
número de distinciones honoríficas que halagan a los niños; después
hacia los dieciocho años, fracasó en una aventura sentimental; por fin,
a los veintidós, cosa muy pueril, pero que fue la gota de agua que hizo
desbordar el vaso, fracasó en su preparación militar. Este joven podía,
pues, considerar que había fracasado en todo; era un signo, pero, ¿signo
de qué? Podía refugiarse en la amargura o en la desesperación. Pero
juzgó, muy hábilmente según él, que era el signo de que no estaba hecho
para los triunfos seculares, y que sólo los triunfos de la religión, de
la santidad, de la fe, le eran accesibles. Vio entonces en esto la
palabra de Dios, y entró en la orden. ¿Quién no ve que la decisión del
sentido del signo ha sido tomada por él solo? Se habría podido deducir
otra cosa de esta serie de fracasos: por ejemplo, que hubiera sido mejor
que fuese carpintero o revolucionario. Lleva, pues, la entera
responsabilidad del desciframiento. El desamparo implica que elijamos
nosotros mismos nuestro ser.

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